La analfabeta
Agota Kristof
4 septiembre, 2015 02:00Es difícil comprender la soledad y el terror que puede sufrir quien debe abandonar su país y su lengua, obligada por una dictadura, y se descubre como una analfabeta con veintipocos años y una hija. Sobre todo si esa analfabeta se llama Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935-Neuchâtel, Suiza, 2011), aprendió a leer húngaro con cuatro años ("Leo. Es como una enfermedad" [p. 23]) y adora desde niña "contar historias [...] inventadas por mí misma" (p. 26).
Alpha Decay recupera ahora, con prólogo de José María Nadal Suau, once de estas brevísimas estampas autobiográficas que la escritora húngara consideraba menores, incluso precindibles, pero que ofrecen las claves de lo que fue una obra narrativa mayúscula que conviene releer o descubrir desde los datos que este librito regala. De la infancia idílica de "Indicios" y "De la palabra a la escritura" a los difíciles años 50, cuando la Hungría ocupada por los nazis en los 40 era ya un satélite soviético ("Payasadas"), la autora de Claus y Lucas embroma al pasado sin sentimentalismos y sin piedad, como al recordar el reencuentro con un amigo que le confiesa cuánto la admiraba por llevar su abrigo negro siempre abierto incluso en invierno, sin saber que estaba roto y sin botones, o que a veces debía pasar varios días en cama, fingiéndose enferma, porque le estaban reparando su único, viejísimo, par de zapatos.
Con todo, lo peor estaba por venir, ese exilio inacabable que tizna todas estas páginas y que es el eje de este relato aparentemente inofensivo pero que en estos días de refugiados y olvidos resulta aún más impresionante. Como hoy tantos sirios y afganos, como todos los que huyen del miedo, el hambre y la muerte, también Kristof tuvo que cruzar una frontera, la de Suiza, de forma clandestina y reinventarse. Entonces, cuando comenzó a trabajar en una fábrica suiza, fueron sus compañeras quienes le enseñaron, con gestos, sus primeras palabras en francés. Su hija abría los ojos y lloraba "porque yo no la entendía; en otra ocasión, porque era ella la que no me entendía" (p. 56). Pero logró matricularse en un curso de francés para extranjeros en la universidad. Y volvió a leer "a Voltaire, a Sartre, a Camus. [...] Todo está lleno de libros comprensibles, por fin, también para mí" (p. 57).
Lo demás (sus libros en francés, el éxito mundial) es historia, como lo es su conclusión: "¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz" (p. 47). Sí, impresionante.