Image: Los muchachos del zinc

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Letras

Los muchachos del zinc

15 abril, 2016 02:00

Más de 15.000 soviéticos murieron en Afganistán

Svetlana Aleksiévich Traducción de Yulia Dobrovolskaia. Debate. Barcelona, 2016. 336 páginas, 22'90€. Ebook: 12'34€

En diciembre de 1979 el régimen soviético, presidido por un Leonid Brézhnev enfermo y unos militares ambiciosos de medallas y de sueños de grandeza, decidió invadir Afganistán. En los nueve años, un mes y quince días que duró la guerra más de medio millón de hombres y de mujeres -muchos voluntarios engañados por la propaganda patriótica, otros obligados o animados por las circunstancias- pasaron por la puerta del infierno-paraíso que, supuestamente, les abriría paso a los mares calientes del Índico. Oficialmente, 15.051 de ellos perdieron la vida y 417 desaparecieron en combate o fueron hechos prisioneros. La derrota y retirada ominosa tras diez años de mentiras aceleró o dio la puntilla al imperio exterior construido desde la revolución de 1917. La victoria de los muyahidín con ayuda de Occidente y de las principales potencias musulmanas creó un monstruo que, años después, dio vida a Al Qaeda. Con las mismas armas que en toda su obra (Voces de utopía, La guerra no tiene rostro de mujer, Voces de Chernóbil), fiel a sí misma, en Los muchachos de zinc, Svetlana Aleksiévich, premio Nobel de Literatura en 2015, arranca de la memoria de unos 70 supervivientes y sus madres los sentimientos más profundos sobre la tragedia. “En el libro no doy nombres reales”, advierte la autora. "Unos me pedían que respetara el secreto de confesión, otros quieren olvidarlo todo. Olvidar aquello que Tolstói definió como el hombre fluido. Todo está en su interior". Para Aleksiévich la guerra es un mundo, no un suceso, y la verdad de la guerra no está en los cuarteles, en los partes oficiales o en los estados mayores, sino en los recuerdos de sus víctimas, que son casi todos, pues, como Dostoievski en Los demonios, no entiende de guerras justas: en ellas todos somos culpables. Soy -repite siempre- "una historiadora de lo etéreo", desesperada por conocer y darnos a conocer la dimensión humana del hombre pequeño en los grandes acontecimientos, aquello que casi siempre se queda fuera de la Historia con mayúsculas. Esta obra nace, como las anteriores, de retazos periodísticos y de viajes al corazón de la bestia, como el de 1986: "He subido a un helicóptero y desde el aire he visto centenares de ataúdes de zinc, el suministro para el futuro, brillantes bajo el sol, bonito y terrorífico". A partir de aquella imagen empieza una larga andadura para descubrir y mostrar al mundo la cara oculta de una guerra que los dirigentes soviéticos se empeñaban en esconder. "Nadie había visto todavía los ataúdes de zinc", señala. "Fue más tarde cuando nos enteramos de que los ataúdes llegaban a la ciudad y que los enterraban en secreto, de noche, y en las lápidas ponían 'falleció' en vez de 'cayó en combate'... Los periódicos decían que nuestros soldados construían puentes, y que nuestros médicos atendían a las mujeres y a los niños afganos". De testimonio en testimonio, de voz en voz, Aleksiévich reconstruye la verdadera guerra afgana: la primera vez que matas, cómo te acostumbras a los cadáveres, los cobardes que se mutilan con los cerrojos de las ametralladoras para que los devuelvan a casa, las armas obsoletas, el rancho basura, la falta de medicamentos, el color de la sangre sobre la arena... "En el hospital es roja, sobre la arena seca es gris, sobre una roca, cuando anochece, es de color azul, pero ya no está viva". "Se muere más en los primeros y en los últimos meses", escribe la autora. "En los primeros por exceso de curiosidad, en los últimos por una especie de desconexión del centro de vigilancia interno. Cuando te falta poco para volver estás como sumido en el estupor. Lo peor de la guerra es, si sobrevives, volver a casa y avergonzarse del uniforme". En las últimas 66 páginas del libro se recogen los testimonios principales de dos pleitos planteados por algunos de los entrevistados contra Aleksiévich  tras la publicación, en los noventa, de diversos fragmentos del libro en el periódico Komsomolskaia Pravda. Según la acusación, promovida por mandos militares y políticos, la autora había manipulado sus palabras y desprestigiado gravemente a la gran patria soviética. En su defensa se abrió un intenso debate sobre el concepto y los límites del género de la narrativa documental, la diferencia con los artículos publicados y el margen de libertad de un autor para elaborar una redacción literaria a partir de testimonios orales. Las respuestas, escritas por el presidente del PEN Club de Bielorrusia, V. Bíkov, son una lección magnífica sobre géneros literarios y periodísticos, y el derecho de autor.