Testamento de Padrón
Las aguas vuelven siempre a sus cauces y los hombres, salvo en casos de muy amargo tropiezo, retornan siempre a la querencia del paisaje que los vio nacer. Es muy difícil ser constantemente el mismo hombre, nos decía el prudente Séneca, y el hombre, al asomarse al amargo barandal de la vejez, busca con ansia su raíz de niño y regresa a los remotos e inocentes lares de sus primeros pasos. Son tan crueles como ciertas las palabras de Shakespeare: maduramos y maduramos de hora en hora, para luego, de hora en hora también, pudrirnos y pudrirnos hasta que se acaba el cuento.
Estoy cumpliendo los setenta años, ¡quién me lo había de decir!; estoy quizá contenidamente emocionado y quisiera pronunciar ante ustedes, a quienes pongo por testigos de mi verdad, unas breves palabras prudentes, unas palabras que expresaré en siete parágrafos muy concretos para que nadie pueda albergar la menor duda de cuanto digo. Recuérdese que el siete es uno de los números mágicos, que siete son los dioses de la mitología griega, los metales que maneja el alquimista, los ángeles y las hermandades de quienes nos hablan las Sagradas Escrituras, los días de la semana, los pecados capitales, las virtudes que les sirven de antídoto o de goma de borrar y los años que llora el amante al amor perdido. También cada siete años se dice que cambia la suerte de las personas, el delicado color de los ojos de las almas y el ritmo del latir del corazón, nadie sabe si para bien o para mal.
Vuelvo a la tierra de la que no estuve nunca ausente. Séneca, otra vez Séneca, el jamás agotado, nos enseña que el primer acuerdo entre el amor y la razón es el sentir la ausencia y no manifestarla. Para Verlaine la ausencia es el infierno, y Teófilo Gautier recuerda dos cosas a los desmemoriados: que todo parece más hermoso cuando se ve a distancia y que las cosas cobran un relieve especial si se observan en la cá mara del recuerdo.
Retorno ahora, tampoco con mayores prisas, a la tierra en la que tuve la fortuna de nacer y me pregunto: ¿Cuántos gallegos hay rodando por el mundo abajo? ¿De quién es la culpa de que esto sea así: de los gallegos de Galicia o de los gallegos de la diáspora? ¿No deberíamos buscar la responsabilidad del hecho en nuestras caducas estructuras sociales y políticas? ¿Es admisible el dar por buena la falacia de que el gallego emigra por afán de aventura? ¿Por qué no se nos cae la cara de verguenza ante el doloroso e incesante espectáculo de la exportación de hombres y mujeres que a la fuerza se desgajan de su patria? No es mi papel el dar respuesta a las preguntas que quedan enunciadas e invito a los políticos a que trabajen con acendrado ahínco en pro de la solución de estos problemas pendientes. Mi reino no es de este mundo como no lo es el de ningún escritor, y cumplo con mi conciencia al denunciar las situaciones que a otros compete enderezar. El escritor -o el intelectual, haciendo más latos el concepto y su ámbito- puede y debe ser el guía del político pero jamás su estela. Y no me extiendo en mayores consideraciones porque no soy político y conozco bien las lindes de mi función en este bajo mundo. Y observen todos ustedes que ni siquiera aludo a las anestesias al uso y a las diversiones estratégicas. Quienes trabajamos con una herramienta tan huidiza como la palabra, eso que bien mirado no es más cosa que el latido del aire, sabemos de sobra cuántos peligros encierra el jugar con la traidora pólvora de los conceptos y las nociones, de las ideas y los sentimientos.
También quisiera aludir a lo que considero mi deber: la devolución a mi país de todo lo mucho que mi país me dio. Entiendo la función social de la propiedad y creo en las bibliotecas, en las aulas y en la cultura, ese motor de los pueblos que separa la prosperidad de la miseria. Para ello, para devolver a Galicia lo que no tengo sino prestado, estoy tratando de poner en marcha y buen funcionamiento la fundación que llevará mi nombre en Iria Flavia y que quisiera ver nacer antes de que mi muerte pudiera dar al traste con los buenos propósitos y antes también de que el inclemente viento de la historia de cada cual pudiera esparcir mis papeles por el mundo adelante. Está muy lejos de mi ánimo la pretensión de querer compararme con nadie, claro es, pero pienso que deberíamos sentirnos muy afortunados si hubiéramos sabido guardar lo que las circunstancias desbarataron: los originales y los recuerdos de esas cumbres de la literatura que se llamaron Rosalía de Castro, doña Emilia Pardo Bazán y don Ramón del Valle Inclán, que con tres botones de muestra tiene ya pábulo bastante nuestro dolor.
Juguemos los gallegos a sumar y no a restar y pensemos siempre que todo lo nuestro, absolutamente todo lo nuestro, es inabdicable, inalienable e insustituible; si una piedra se nos cae, apresurémonos a levantarla antes de que la barra el olvido de los más inmediatos rincones de la memoria. Y, pase lo que pasare, no olvidemos dos cosas: que Galicia no será grande hasta que todos los gallegos, de común acuerdo, nos propongamos engrandecerla y que es mucho más fácil engendrar un vivo que resucitar un muerto.
De la mano viene el que en este momento agradezca las presencias tanto como pruebe a disculpar las ausencias, que sé bien que se producen, no más que por mera razón de fatalidad. La vida empuja y una larga vida, decía San Agustín -y la mía empieza a ser ya no corta-, no es sino un largo tormento. La presencia es el gozo de lo inmediato y presente, eso que para Goethe era una poderosa divinidad y, por el camino contrario, la ausencia puede ser el zaguán del amor y el alambique en el que se destilan las pasiones.
Entre las gozosas presencias que hoy me reconfortan están las de todos mis hermanos vivos y las de quienes, hacia los lados o hacia adelante, ven correr por sus venas mi misma sangre. Que Dios les premie su caridad y en este mismo momento pensemos, con Voltaire, que si Dios no existiera, sería necesario inventarlo.
Y tan sólo dos últimos puntos me toca glosar ante ustedes. En Iria podrán residir la paz y la cultura frente a la colegiata de Adina, el escenario en que San Pedro de Nezonzo cantó la Salve recién inventada por su fe antigua. Ruego a los señores de la Xunta de Galicia y a todos quienes tengan autoridad bastante y fuerza suficiente, que sepan entender lo que vengo diciendo. Y agradezco a mis paisanos irienses, esos buenos corazones que trabajaron siempre con ahínco, les agradezco -repito- su buena disposición para que entre todos podamos hacer de nuestra aldea un foco de sabiduría y un lago de felicidad. Yo doy lo que tengo y nada pido sino es amistad, comprensión y buen deseo. Ya me pasó el tiempo de aspirar a nada, y tampoco aspiro a nada que no haya conseguido ya. La paz la tengo y quiero conservar la paz; por eso vuelvo a Iria, entre los míos. La paz del espíritu consiste en no esperar nada, dice un proverbio árabe. ¿Qué mayor aspiración puede tener un hombre en el umbral de su vejez que el sentirse mecido por la paz? Antístenes, el discípulo de Gorgias y de Sócrates, sabía que la paz no se agazapa entre el oro sino bajo el emparrado que da sombra y uvas y regala silencio y bienestar.
Frente a la casa en la que sueño encerrar todo cuando quisiera ofrecer a Galicia, está el cementerio en el que yacen los restos de quienes estuvieron hechos de mi misma carne perecedera. Hace algún tiempo dejé escrito que, cuando llegara el momento, mi cadáver fuera incinerado y las cenizas arrojadas a la mar desde la borda de un barco que navegara, a no menos de cinco millas de la costa, entre el cabo de Fisterra y el de Touriñán. Encargaba de la maniobra a mi hijo y, si él no pudiere o no quisiere llevarla a fin, disponía que se le diese un millón de duros a un marinero gallego, cincuentón y tuerto (cuenca vacía), manco (amputado) o cojo (amputado), por este orden, para que diese cumplimiento a mi voluntad.
Rectifico lo dicho entonces y declaro públicamente mi mejor deseo de fundirme con la tierra en el camposanto que rodea la antigua colegiata en la que fui bautizado. Pido respetuosamente a mi arzobispo que entienda el ruego que le expresé no ha mucho y mando a todos cuantos me oyeren o leyeren, que si mis restos llegan a descansar en Iria, tal como sería mi mejor deseo, allí los dejen para siempre y hasta el día del Juicio Final porque también siempre me dieron grima el funerario trajín, la oratoria funeraria y el funerario folclore.