Oigamos a Rulfo
Alguna vez escribí una semblanza: "Conocí a Juan Rulfo cuando regresé de Francia en 1958. Estando en París, hacia 1954, me llegaron El llano en llamas y Pedro Páramo, época en que también leía a Stendhal: Rojo y negro y La cartuja de Parma. En México nos veíamos mucho sobre todo a finales de los 60 y principios de los 70, en dos librerías que él frecuentaba y a las que iba a tomar café y a platicar con los amigos, El ágora, donde también conocí en 1974 a Augusto Roa Bastos, luego en El Jaguar, cuyo café Rulfo frecuentó casi hasta su muerte. Allí permanecía en las tardes, muy pálido - ¿un fantasma?-, sólo ante un café o conversando con los clientes habituales, nos saludábamos cordialmente, aunque apenas conversábamos. Era guapo, una manera extraña de serlo, con una mirada borrosa y dulce, también triste, amarrada, medio maligna, como si sólo tuviese vida por dentro, como si estuviera por encima del tiempo, tiempo que sólo se marcaba preciso en las dos líneas que le acuchillaban la frente, líneas que se fueron hundiendo cada vez más a medida que pasaban los años; sus cejas gruesas, delineadas y la derecha levantada como si estuviese siempre asombrado o preguntándose algo, el pelo lo tenía ondulado, las orejas muy bien hechas, los labios finos".
Juan Rulfo, lo sabemos bien, es un gran escritor: perogrullo, simple perogrullo. Además, todos lo sabemos igualmente bien, después de publicar El llano en llamas y Pedro Páramo, dejó de escribir, en cambio, su obra ha producido una casi infinita verborrea. ¿Por qué, se preguntan sus lectores, y yo con ellos? En este texto que pretende conmemorar un centenario, me limitaré a contestar con palabras de Rulfo esa definitiva afasia. Empezaré con las que pronunció cuando le otorgaron en 1970 el Premio Nacional de Literatura: "No recuerdo por ahora quién dijo que el hombre es una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante; quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones jamás elaboré un espíritu de confianza; jamás creí en el respeto propio".
Y a la pregunta que le hizo Elena Poniatowska en una memorable entrevista y refiriéndose a la grandeza de su escritura, Rulfo responde de manera asombrosa para quienes ahora estamos acostumbrados a la egolatría que el mercado y las redes sociales han engendrado en los productores de escritura: "Yo siento que soy un pobre diablo, así es el sentimiento que yo tengo, soy todo deprimido y marginado".
En diferentes ocasiones Rulfo alegaba, para justificar su silencio, "que le faltaba tiempo para escribir." ¿Y a qué se debería esa falta de tiempo? ¿A su trabajo burocrático en el Instituto Nacional Indigenista, un trabajo que por otro lado le apasionaba y que sin embargo le era en cierta medida ajeno?
"Es un terreno árido que aleja la mente de la literatura..., le explica a José Manuel Vaquero en una entrevista realizada en 1982, con motivo de su participación como jurado en el Premio Príncipe de Asturias: "En primer lugar, no soy antropólogo y para comprender todo este mundo es necesario tener unos estudios específicos de los que yo carezco. Por otra parte, los mitos de los indígenas son reales para ellos y yo, para escribir, necesito recrear la realidad, imaginarla... Mezclan cosas profanas con las religiosas y conservan una cultura de muchos siglos transmitida oralmente. Es un mundo sorprendente. El inframundo para ellos es todo un concepto de vida futura y pasada. Creen que todo tiene vida y que es cosa sagrada, como es sagrado el sacrificio de los propios alimentos... El animal representa la vida, pero el hombre tiene que matarlo para comer. Se trata de un sacrificio con la finalidad de que el hombre pueda vivir de ese alimento. Así, el venado da la vida para salvar al hombre, de la misma manera que lo hizo Cristo al sacrificarse para que los hombres vivan.
Sigamos oyendo a Rulfo, quien cayó en el silencio narrativo, pero concedió varias entrevistas en las que lo justificaba y prometía invariablemente publicar en breve y, por lo menos, un libro de cuentos:
"Hay palabras que el diccionario llamaría arcaísmos; es que aún esos pueblos hablan el lenguaje del siglo XVI, reitera en una entrevista que en 1979 le hiciera Enrique González Bermejo, al hablar de su relación cotidiana con los pueblos indígenas en el INI y del impacto que su manera de hablar produjo en sus propias obras.... Ahora, como usted dice, no se trata de un retrato de ese lenguaje; está transpuesto, inventado, más bien habría de decir: recuperado".
¿Y qué se ha recuperado al inventar un lenguaje? ¿Recreó Rulfo un habla que se remonta al siglo XVI, época en que los españoles llegaron a México o recuperó el lenguaje que le trasmitieron los indígenas que frecuentó en el Instituto donde trabajó toda su vida? Un lenguaje parco que expresa apenas lo imprescindible, en realidad el único lenguaje válido. Traducir ese hermetismo fue uno de sus objetivos. Y para terminar reproduzco, ahora que he acudido a Rulfo para entender su silencio, mis propias palabras, las de un ensayo que publiqué hace varios años:
"Las múltiples correcciones de sus textos dan cuenta de ello. Rulfo elimina palabras, corrige otras, cambia signos de puntuación con el deseo de alcanzar la mayor expresividad semántica y sonora para recrear una oralidad singular, reproduce un habla cuyos vocablos parecen vestigios de otros tiempos. A ese trabajo lo denomina 'ejercitar un estilo', o, simplemente, 'evitar la retórica', 'matar al adjetivo, pelearme con el adjetivo'. Además, insiste, 'en la mayor parte de los cuentos, están intencionalmente escogidos personajes campesinos o pueblerinos, que tienen un vocabulario muy reducido'. Y es un vocabulario preciso hecho de palabras especiales, cuya resonancia está especialmente cuidada: la sencillez, lo sabemos bien, exige un proceso laborioso para conseguirse, un equilibrio que determine esa puesta al desnudo de la expresión".