Image: Espolear la curiosidad

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Letras

Espolear la curiosidad

26 mayo, 2017 02:00

Mujer leyendo con parasol, de Matisse (1921)

Como el niño antiguo que fui, por edad y distancia, podía estar más cerca de un niño de los tiempos pasados, casi medievales, que de los actuales. De lo que aquel niño disponía, para su entretenimiento y conocimiento del mundo, las herramientas eran escuetas pero taxativas, a mil años luz de los instrumentos de las nuevas tecnologías y las opciones y complicaciones que conllevan, cuando el uso de las mismas es menos utilitario y más incontrolado.

Se trataba de un niño sin televisión ni otros artilugios y, eso sí, con una escuela primaria atinada y práctica, imbuida por las lecciones de las cosas, en la que la variedad de maestros daba buenos contrastes y algunas que otras collejas.

A ese niño lejano lo alimentaba, y lo alineaba en un razonable conducto para el aprendizaje general de la vida y sus contratiempos y placeres, la curiosidad, y en el acicate de la misma estaba el grado fundamental de su instrucción.

La curiosidad es el deseo de saber, un deseo que es innato pero gobernable y que la educación debe alentar en todas sus dimensiones. Saciar esa curiosidad, acrecentarla, aunque las collejas a tiempo también sirviesen para nivelarla, era el principio didáctico más beneficioso para despertar al niño y abrirlo al mundo, como solía decirse cuando la pedagogía tenía más sentido común y menos tecnicismos.

Entre mis recuerdos infantiles, en lo que al aprendizaje y concretamente a la lectura se refiere, prevalece una necesidad de saciar lo que quiero saber, el agrado o disfrute que me merezco más allá de las trivialidades del día a día, de la rutina de la realidad que se consumaba en las cuatro obligaciones escolares y familiares, siempre pesadas. Ahora puedo asegurar que ese afán por saber y disfrutar provenía de la propia necesidad que había aflorado a mi alrededor, algo que me procuraban quienes por mí velaban en esos mismos alrededores, sin duda alguna en casa y en la escuela. Ese niño antiguo, sin artilugios sofisticados, con poco más que sus pizarras, sus cuadernos, su enciclopedia compendiada, sus tebeos y los escasos libros a mano, tenía la incitación para un uso de tan modestos utensilios avalado por la necesidad, una destreza rudimentaria, y lo que la curiosidad iba adensando como un resorte que pondría en marcha todas sus capacidades.

Leer era la clave para que todo aquello funcionase, pero la lectura no se predicaba, se practicaba, no se le ofrecía al niño como una dádiva o una obligación. Los maestros leían en voz alta en al aula. En los libros estaba la mejor respuesta a todos esos requerimientos de la curiosidad y la consiguiente necesidad que tanta inquietud concitaban, como si el descubrimiento, tan natural y casi espontáneo, refrendara el ánimo de su conquista. Podía tratarse de una conciencia rudimentaria de esos bienes, pero no había muchas más cosas, y un tebeo o un libro procuraban, antes de abrirlos, el encantamiento de posibles ensoñaciones.

No sé si las referencias que estoy haciendo a esa especie de virtualidad del niño antiguo, que yo fui por tiempo y destino, pueden tener algún correlato en las circunstancias de lo que, por ejemplo, para mis nietos supondría una equivalente curiosidad necesaria. No sé si el aliciente de aquellas incitaciones estaba demasiado apegado a las propias precariedades de aquel tiempo, a una cierta pobreza de medios que, en su escasez, intensificaban el valor de los mismos, y sobre todo hacían imprescindible la lectura, no ya como un hábito lectivo, sino como una solución de diversión y supervivencia. ¿Qué podías hacer si no leías...?

De lo que sí estoy seguro es del vacío que hay que llenar en ese trance educativo, paralelo al de aquel distante niño, y de que hay que hacerlo con la sobrecarga del estímulo que refuerza la curiosidad y por el conducto que mejor consiga la convicción de la lectura, no sólo como herramienta para el estudio y el aula, sino como acción del placer que la misma procura.

El lector incipiente y curioso siente su propia imaginación y se complace al comprobar un descubrimiento tan poderoso de su propiedad, aunque todavía no sea completamente consciente de ello. Hay educadores que hablan de una imprescindible pedagogía de la imaginación, que no sería otra cosa que el resultado de saberse lo más tempranamente posible dueños de la misma.

A la curiosidad y a la imaginación hay que darles el tratamiento previo como armas para encarar la lectura, y ese tratamiento exige una labor delicada en quienes educan, primero en casa y luego en la escuela o al mismo tiempo, pero sin que un espacio exima nunca al otro. El dilema para atraer definitivamente al incipiente lector no es el hallazgo del libro adecuado, que tanto obesiona a los mayores, sino esa previa curiosidad espoleada y, en tal sentido, la necesidad de satisfacerla, de modo que, en su momento, el libro sea el hallazgo preciso, lo que se necesita. Escuchar leer sirve de anticipo.

No puedo olvidar esa experiencia primaria del embelesamiento en la lectura, lo que en los libros, y antes en los tebeos, contribuía a la propia experiencia de las ensoñaciones, lo que la letra infundía para el placer del conocimiento y la imaginación, cuando no tenía conciencia de otros placeres mensurables, aunque mi condición díscola me llevaba a inventar lo que no debía.

Aquel niño antiguo, al que hasta las inaceptables collejas contribuyeron a mejorar su perspicacia y malicia, parecía tenerlo más fácil, ya que era poco con lo que contaba, y no existían las fascinantes incitaciones que ahora existen para la distracción y otros grados de entretenimiento más radicados en la imagen que en la letra. No podemos soslayar la realidad de que lo que la imagen transmite se acomoda mejor a un espectador más pasivo, menos orientado al esfuerzo, sobre todo si de la imagen televisiva se trata. La lectura, por contraste, requiere actividad, puesta en marcha de resortes de atención y retención, una tensión de entendimiento para disfrutar y descifrar, un punto de alerta entre la imaginación y la inteligencia, y eso la hace más privilegiada por el esfuerzo pero más reacia desde la indolencia y el desinterés.

Al niño antiguo lo recuerdo ensimismado con el libro en las manos, abstraído, ensoñado, poco propicio a atender un recado o una llamada, como si el mundo interior lo secuestrara y el exterior desapareciese. Pero también es cierto que otros niños de ahora mismo, con los que convivo evitando requerimientos que no perturben su voluntad y afición, y ese es un buen consuelo educativo, leen a su gusto y disfrutan y aprenden sin restar importancia a sus juegos tecnológicos más absorbentes. Jugar nada tiene que ver con leer, y el coste del placer de la lectura es más esforzado y perdurable, pero también la letra y la imagen conviven con buen rendimiento y no ajena ductilidad, si se las administra como debe.

Me llama mucho la atención, y no creo que sea nada baladí, observar a mi nieto tumbado en el sillón para ver la tele; y sentado, casi tenso, con las piernas recogidas y el libro muy sujeto en la manos sobre las rodillas. Dos posturas para distintas acciones. En ninguna le gusta que le interrumpan, aunque cuando lee es más radical en su actitud. Y es que una ensoñación entre las líneas y las páginas no admite interferencias, no hay derecho a que nadie venga a llamarte porque la mesa ya está puesta o todavía quedan deberes por hacer. Es un niño curioso, y en su curiosidad nos hemos comprometido todos.