Image: Los pecados capitales de la 'High-class'

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Letras

Los pecados capitales de la 'High-class'

13 octubre, 2017 02:00

Ilustraciones del siglo XIV sobre los pecados capitales

Los siete pecados capitales (Elba) incluye lo que sobre la envidia, el orgullo, la codicia, la gula, la pereza, la lujuria y la ira escribieron, a sugerencia de Ian Fleming, Angus Wilson, Edith Sitwell, Cyril Connolly, Patrick Leigh Fermor, Evelyn Waugh, Christopher Sykes y W. H. Auden. Un desfile literario de los pecados de la alta sociedad británica.

Lee aquí el relato de Connolly sobre la codicia

A Ian Fleming se le ocurrió la idea de esta serie -una colección de artículos sobre los siete pecados capitales- en una reunión de contenidos de The Sunday Times, de cuya sección de Internacional fue jefe durante algún tiempo. Se le ocurrió al ver cómo él y sus compañeros se dejaban llevar a menudo por todos los pecados capitales "a excepción de la gula y la lujuria", tal y como cuenta él mismo en el prólogo de este volumen publicado por Elba. Años después, ya entregado a escribir sus famosas novelas de espías sobre James Bond (también las ideó, contaría más tarde, "en la caótica redacción de The Sunday Times durante la Guerra Fría"), Fleming recopilaría los textos en un libro. Corría el año 1962.

Los autores son todos primeras figuras literarias de su tiempo: W. H. Auden, Evelyn Waugh, Patrick Leigh Fermor, Cyril Connolly, Edith Sitwell, Angus Wilson y Christopher Sykes. Salvo excepciones, eran más críticos que novelistas. No pocos de ellos trabajaron para el Servicio Secreto, o combatieron en la Segunda Guerra Mundial, y varios eran cristianos practicantes, aunque se cuidaron de abordar el pecado desde una perspectiva doctrinal. "No hay moralismo en ninguno de los textos", cuenta Clara Pastor, editora de Elba. Y añade: "Predomina el divertimento, el relato irónico, el understatement, esa cualidad tan inglesa de abordar los asuntos graves de una manera liviana". Pastor invita a reflexionar sobre los pecados contemporáneos a partir de estos siete sobre los que San Agustín se explayó en el siglo XIII: "¿Qué pasaría si pusiéramos la hipocresía, la crueldad, la corrupción, el esnobismo, la santurronería, la cobardía moral y la malicia en una balanza frente a los pecados más antiguos?".

La envidia, una droga

A los autores los unía una exquisita educación inglesa -cinco de ellos estudiaron en Oxford, otro en Eton-, y a la vez una observancia problemática de las normas sociales de la época, lo cual en según qué casos se tradujo en una excepcional obra literaria. "¿Acaso la representación de estos pecados no ha servido de fermento para el mejor teatro y la mejor literatura?", se pregunta Fleming en el prólogo.

"Predomina el divertimento, esa cualidad tan inglesa para abordar asuntos graves de manera liviana", dice Clara Pastor, de Elba

Angus Wilson escribió de la envidia. No dudó en decir que ésta ("y su hermana gemela, los celos") hacía su primera aparición en esos colegios elitistas que fomentaban la competencia entre alumnos hasta el punto de que muchos de ellos enfermaban ya de por vida. Wilson invita a compadecerse del envidioso, víctima de "una venenosa y adictiva droga sin la cual resulta imposible vivir y por la que se acabará muriendo".

El creador de James Bond se refiere en el prólogo, socarrón, a Cyril Connolly, sin cuya codicia, afirma, "sería un hombre más insignificante y menos interesante". Le encargó que escribiera sobre el particular y el crítico entregó un sutil relato ("La caída de Jonathan Edax") sobre un bibliófilo, un coleccionista de arte y de primeras ediciones que lleva su afición hasta límites delirantes.

El propio Connolly era un bibliófilo incorregible. Fleming se mete también con la glotonería de Patrick Leigh Fermor, a quien solicitó un texto sobre la gula. Fermor aprovecharía su tribuna para señalar los estragos físicos a que somete la ingesta excesiva de alimentos. Y, ya puestos, las consecuencias de una mala gastronomía, como la de los irlandeses: "Su literatura no tiene nada que ver con la opresión, el fanatismo religioso o el crepúsculo. Es una forma de huir de las crueles realidades de su mesa".

"El hombre perezoso se guarda de cometer los crímenes más repugnantes", escribe Waugh, para quien la indolencia es digna de elogio
A Christopher Sykes -biógrafo y amigo de Evelyn Waugh, con quien tenía en común su fe- le advierte Fleming sobre la vejez y le desea que pueda seguir siendo un lujurioso "por muchos años". Después Sykes escribirá: "De los siete pecados capitales, la lujuria es el único del que todo ser humano sabe algo por experiencia. Las personas tienden a reconocer este hecho incómodo pero sin ahondar en ello. Incluso en una época que se enorgullece de ser ‘franca', las personas acostumbran a eludir cuidadosamente cualquier insinuación de que ellas mismas pueden ser propensas a albergar pasiones ilícitas o a las extravagancias que conlleva el sentimiento erótico. De ahí el notable grado de falsedad en gran parte de lo que se escribe y se dice al respecto, incluso en los círculos más avanzados (...). Todos los hombres son potencialmente lujuriosos, y una inmensa mayoría lo son solo en la práctica".

La pereza, ¿vicio disculpable?

Fleming solo condena la pereza, pues confiesa haberse sentido paralizado por ella a menudo. Es Evelyn Waugh quien se ocupa de diseccionarla en un ensayo; en primer lugar, desligándola de la indolencia, que, asegura, "lejos de ser uno de los pecados capitales, es sin duda la más amable de las debilidades".

El escritor prosigue con una divertida variación de aquella sentencia de Pascal según la cual todos los males del hombre se derivan de su incapacidad para quedarse en casa tranquilamente: "Sólo con que los políticos fueran más perezosos seríamos mucho más felices. El hombre perezoso se guarda de cometer los crímenes más repugnantes, y muchos de los motivos que hacen que sacrifiquemos el inocente placer del ocio en aras del trabajo se cuentan entre los más innobles: la soberbia, la codicia, la emulación, la vanagloria y, por encima de todos, el deseo de poder". Como diría Nancy Mitford después de la muerte del autor de ¡Noticia bomba!, "todo en él era una broma".

Auden cierra el volumen con la ira. Recuerda Clara Pastor que el poeta dedicó gran parte de su vida a ayudar a los demás (se casó con Erika Mann para que ésta consiguiera la nacionalidad británica y pudiera así escapar de la Alemania nazi) y aquí termina revindicando la caridad.

También señala un vicio entre esas gentes distinguidas británicas que, educadas para no exteriorizar su ira, la sustituyen por la malicia verbal: "Cuanto más apacible es el subgrupo cultural (los círculos clericales y académicos), más salvaje la lengua (...). Comparada con la agresión física, la verbal tiene una virtud: no requiere que la víctima esté presente (...) cuando es ingeniosa, hace que quien habla goce de aprobación social".

Además, concluye, "como en la malicia verbal los deseos mezquinos del corazón van asociados al juego inocente de la imaginación, quien los experimenta puede olvidarse de sus malas intenciones".