Las redes del terror. Las policías secretas comunistas y su legado
José María Faraldo
21 septiembre, 2018 02:00Ejemplo de manipulación estalinista: Stalin con y sin el general Yezhov
La sombría atmósfera de los regímenes comunistas europeos en su fase de decadencia, cuando la represión ya no era feroz pero el temor a la vigilancia omnipresente de la policía política seguía resultando opresivo, fue brillantemente evocada por una gran película alemana de 2006, La vida de los otros, que obtuvo un gran reconocimiento internacional. Quienes no han vivido la experiencia comunista podían preguntarse al verla qué sentido tenía dedicar tantos medios a espiar a unos intelectuales y artistas cuya capacidad de perjudicar al régimen era francamente limitada. Sin embargo esa obsesión fue uno de los rasgos característicos de aquellos regímenes, incluidos los de la Unión Soviética, la República Democrática Alemana, Polonia y Rumania que el historiador español José M. Faraldo (1968), profesor en la Universidad Complutense de Madrid tras haberlo sido en Frankfort, estudia en su reciente libro Las redes del terror: las policías secretas comunistas y su legado.En vísperas de la caída del comunismo, estima Faraldo, la Stasi alemana contaba con 90.000 miembros y 174.000 confidentes, el SB polaco con 24.000 miembros y casi cien mil confidentes y la Securitate rumana con 15.000 miembros y cientos de miles de confidentes. El resultado es que se acumularon toneladas de informes que resultaron completamente inútiles, pero que se generalizó el temor, se minó la confianza interpersonal y se destrozaron muchas vidas. El origen de todo ello se remonta a los tiempos de Lenin cuando se montó en Rusia la Comisión extraordinaria para combatir el sabotaje y la contrarrevolución, que se haría tristemente célebre por el acrónimo de Cheká. Su fundador fue el polaco Felix Dzierzynski, a quien recientemente ha dedicado una medalla el gobierno del antiguo agente del KGB Vladimir Putin.
En Las redes del terror Faraldo comienza por narrar la historia de la policía política soviética desde la Cheká hasta el KGB y su papel en el establecimiento de las dictaduras comunistas en la Europa centro-oriental, para luego centrarse en los casos de la Alemania oriental, Polonia y Rumania, cuyos archivos ha visitado. El libro, hay que decirlo de entrada, tiene puntos fuertes, en mi opinión sobre todo las historias personales que narra, y puntos débiles, atribuibles a un empleo un tanto vago de los conceptos. No resulta muy alentador que al comienzo del libro el autor explique que va usar casi indistintamente términos como policía secreta, policía política, servicio de seguridad y agencia de seguridad. También resulta discutible el tratamiento que hace Faraldo de esos órganos ilegales de represión surgidos en el territorio republicano al inicio de nuestra guerra civil a los que se ha solido llamar checas. Tras destacar, acertadamente, que la policía soviética jugó un papel limitado en España, que tales checas poco tenían que ver con la Cheká de la revolución rusa y que junto a las comunistas las había anarquistas y socialistas, apunta que sería más adecuado llamarlas comités. Nada que objetar, si no fuera porque a continuación dice que esos comités se dedicaban a diversas funciones, incluida distribución de alimentos y la educación de los niños, una imagen de organizaciones humanitarias que curiosamente se dedicaban a la caza de derechistas que poco tiene que ver con la realidad.¿Quién puede asegurar que habría resistido al chantaje policial y se habría negado a colaborar sin temor?
Otras partes del libro captan en cambio el interés del lector. Algunas son historias que, como señala Faraldo, fueron poco frecuentes pero no por ello resultan menos impactantes: aquellas en que el espionaje se anida en el círculo más íntimo. Fue el caso de un joven estudiante indio que llegó con una beca a Varsovia en 1962, se casó con una polaca y con ella marchó a Berlín occidental cuando en 1966 fue expulsado por sus opiniones anticomunistas. Siguieron siendo una pareja feliz y puede imaginarse la desolación del marido cuando, fallecida ya su mujer, la apertura de los archivos le reveló que ella nunca dejó de enviar informes sobre él. No es extraño que una directora polaca, Agnieszka Lipiec-Wróblewska, haya llevado esta inquietante historia a la pequeña pantalla. Y qué decir del arzobispo de Varsovia , quien tras ser designado por Benedicto XVI tuvo que dimitir tras revelarse su pasado como confidente del SB.
Es fácil condenar todos estos casos, que sin embargo ocultan quizá terribles dramas interiores. ¿Quién puede asegurar que habría resistido al chantaje policial y se habría negado a colaborar sin temor a las consecuencias? Lo cierto es que muchos colaboraron, quizá con informes anodinos que no perjudicaron a nadie, pero a veces con consecuencias graves. Y ello nos conduce a la figura de Lech Walesa, del que se ocupa el último capítulo del libro. El joven líder obrero de los astilleros de Gdansk, que se convirtió en un icono de la resistencia anticomunista y jugó un importante papel en la transición pacífica a la democracia se ha convertido hace tiempo en una figura polémica en su propio país. Con una actitud especular respecto a la de la izquierda radical española, la derecha intransigente polaca le culpa de haber facilitado un pacto que impidió la erradicación plena del comunismo y a ello se han sumado los indicios, nunca confirmados pero tampoco desmentidos, de su colaboración con la policía política.
Hay que destacar también los contactos de la Stasi con grupos terroristas que operaban en Europa occidental, incluido el que encabezaba el venezolano Ilich Ramírez, más conocido como Carlos o el Chacal, que trabajó para los palestinos y para diversos regímenes árabes. Faraldo menciona la posibilidad de que dos miembros de ETA-pm participaran, junto a un alemán y un suizo del grupo de Carlos, en un atentado contra la sede de Radio Europa Libre en Munich, cometido en 1981 por encargo de la Securitate rumana y con apoyo de la Stasi. Sin embargo, como nada es blanco y negro, el régimen comunista de Alemania oriental tampoco deseaba implicarse demasiado con los terroristas en unos años en que dependía de los créditos occidentales.