Una noche en el paraíso
Dos de las mejores razones para vivir en la presente década siendo lector ha sido el redescubrimiento de dos escritoras estadounidenses que publicaron la mayor parte de sus mejores obras en las décadas de 1970 y 1980. Se trata de Eve Babitz y Lucia Berlin. Ambas han pasado de la periferia de mi conciencia literaria a algún punto no demasiado alejado del centro.
Las dos son muy diferentes. La obra de Babitz -recomiendo leer primero su autobiografía, El otro Hollywood (Random House, 2018)- es sagaz, clarividente y soleada. Recuerda al hipotético tono de la francesa Colette, una escritora hambrienta de experiencias, si esta hubiese llegado a la mayoría de edad en Los Ángeles cuando The Mamas and the Papas triunfaban en la radio.
Lucia Berlin (Juneau, Alaska, 1936-Marina del Rey, California, 2004) fue autora de relatos tiernos, caóticos y atribulados. Su obra puede recordar a Raymond Carver, Grace Paley o Denis Johnson. Sus cuentos explotan una veta obrera incluso cuando escribe sobre hombres que fueron a Harvard y conducen porsches. Berlin publicó setenta y seis relatos a lo largo de su vida. Muchos de ellos fueron recopilados y publicados en forma de libro por la californiana Black Sparrow Press, editorial también de Charles Bukowski. Ahora Farrar, Straus & Giroux ha empezado a reeditarlos.
El primer volumen a descubrir fue Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara, 2016), una selección de sus relatos aparecida en 2015 en Estados Unidos. Al releer la reseña que hice de ella en el suplemento de libros del New York Times, me avergüenza comprobar que escribí: “Este libro habría sido el doble de bueno si hubiese tenido un poco más de la mitad de su extensión”, y añadí: “Berlin es una escritora a la que uno quiere llevar en el bolsillo trasero. El presente volumen pesa como una lápida, lo cual convierte a su autora en deberes para casa. Se podría haber prescindido de algunos relatos”.
Sigo pensando que Berlin es una escritora a la que gusta llevar en el bolsillo trasero, en finos volúmenes del grosor de Hijo de Jesús, de Denis Johnson. Sin embargo, me arrepiento de cualquier connotación de que, en la recopilación, su obra ya estaba empezando a perder vigor. La causa, en parte, es que ahora sus editores nos traen otra potente selección de sus cuentos publicada con el título Una noche en el paraíso. En ella poco se pierde, si es que se pierde algo, de calidad o intensidad.
Al mismo tiempo, Farrar también ha publicado Welcome Home: A Memoir with SelectedPhotographs and Letters [Bienvenida a casa. Una autobiografía con fotografías y cartas escogidas]. Las memorias, que carecen de la riqueza de la ficción de Berlin, se dejaron incompletas. La mayoría de las cartas están dirigidas al poeta Edward Dorn, mentor de la autora. En realidad, Welcome Home sirve de sustituto hasta que se escriba la inevitable biografía de Berlin.
Las mujeres de Berlin son impulsivas, avanzan a saltos, van en pos del salvajismo y el éxtasis. Quieren partir a sus hombres y devorarlos
Los relatos de Una noche en el paraíso están ambientados en Chile, México, Manhattan y Oakland, todos ellos lugares que la escritora conocía bien. Su padre trabajó en la minería, y cuando ella era pequeña su familia se mudó a menudo, en su lucha por abrirse camino. Cuando su padre aceptó un empleo en Chile, vivieron durante un tiempo en Santiago con relativo lujo. Fue a la facultad en la Universidad de Nuevo México y se casó tres veces, una con un escultor y dos con músicos de jazz. Con ellos vivió en todas partes. Pronto aprendió a considerar qué tomar y qué dejar en la vida; cómo vivir en sitios a los que quieres ir pero en los que te resulta imposible quedarte. Tenía cuatro hermanos a los que crió prácticamente sola, y luchó a muerte por sacar tiempo para escribir.
La mayoría de los relatos de Una noche en el paraíso siguen el arco de la vida de Berlin. La recopilación tiene una línea argumental directa que el lector puede seguir y que no se encuentra tanto en Manual para mujeres de la limpieza. Sus protagonistas, aunque vistas desde diversas perspectivas, son, en gran medida, mujeres muy similares a la misma autora.
Una de las características por las cuales Lucia Berlin es tan valiosa es su don para evocar la dulzura y la franqueza de las jóvenes que se enamoran (uno piensa que una buena esposa es la que tiende a su marido la taza de café con el asa hacia él, mientras ella la sostiene por el lado caliente) y, a continuación, atraparlas en el momento en que las cosas empiezan a cambiar, cuando los árboles de su ser se ven obligados a criar corteza.
Las mujeres de Berlin son impulsivas, avanzan a saltos; van en pos del salvajismo y el éxtasis. Quieren partir a sus hombres como a un cangrejo y arrancarles la carne. Tienen abierto cada poro de su ser. Quieren, en palabras de Elizabeth Hardwick, “amor, alcohol y la ropa por el suelo”. Pero los hombres no hablan con ellas, o siempre están fuera, trabajando, o son adictos a la heroína. Sus mujeres, cansadas de los desencuentros cotidianos, aprenden a arreglárselas solas.
Berlin es divertida a hurtadillas. En el peor momento de la vida de una mujer, con la policía a la mesa del comedor, una cabra y un poni asoman la cabeza por la ventana abierta, como saludando. La autora cuenta que había un gato al que le gustaba descolgar el teléfono para poder oír la voz que decía que el teléfono estaba descolgado. Una y otra vez repite que es imposible que alguien que se llame Cokie -supongo que alude a Cokie Roberts, célebre periodista norteamericana de la época- sea una persona de clase media de Ohio.
Las mujeres de Berlin encuentran consuelo en los árboles y en las flores. Plantan en una fina capa de tierra y rara vez ven crecer lo que han plantado. También encuentran consuelo en la radio, en los discos y en las jam sessions de sus maridos. Los relatos de Berlin están llenos de música, desde los guitarristas de su juventud que interpretaban Cielito lindo hasta la suya propia, con Buddy Holly, Charlie Parker, Sonny Rollins y la bossa nova de Astrud Gilberto.
Las madres de Berlin les cantan a sus hijos “Texarkana Baby” y “The Red River Valley”. A veces los sonidos envuelven al lector. En un relato titulado “Sombra”, la autora dice: “La música llegaba de todas partes. No eran transistores caminando por las calles de una ciudad, sino mariachis lejanos, un bolero en la radio de una cocina, el silbato de un afilador, un organillero, los obreros que cantaban en un andamio”.
Probablemente, Berlin se mereció el Premio Pulitzer. Sin lugar a dudas, sí mereció -por tomar prestado el nombre de una canción de Waylon Jennings- el Premio Wurlitzer por todas las monedas que ha introducido en nuestra máquina de discos mental. La autora tiene un acceso instintivo a la manera en que la música puede provocar y fortalecer.
“Hay cosas de las que la gente no quiere hablar”, afirma en un relato titulado “Polvo al polvo”. “No me refiero a las difíciles, como el amor, sino a las incómodas. Por ejemplo, que a veces los funerales son graciosos, o lo emocionante que es ver cómo se quema un edificio”. Ella era capaz de escribir con belleza de las cosas difíciles y de las incómodas.
Nada le fue fácil. En una de las cartas recopiladas en Welcome Home, Berlin cuenta una desagradable comida en 1960 con su agente, al que llama “maldito chulo”, y un lujurioso editor de una gran editorial. La comida tuvo lugar en el hotel Algonquin. Los hombres se emborracharon con bourbon. Al salir, el editor susurra que Berlin es tan adorable como su estilo. Su agente añade, sin que el editor pueda oírlo, “Lo tienes en el bote, cariño”. A Berlin eso la enfurece. En la carta cuenta, “Estuve a punto de tirarlo de una patada a la maceta de la palmera. La única alternativa fue mandarlo al infierno, cosa no que no costó demasiado”. En vida de Berlin, ni esta ni ninguna otra gran editorial publicaron su obra. Ahora sí.
© New York Times Book Review