Cielo nocturno con heridas de fuego
Ocean Vuong. Foto: Tom Hines
Ocean Vuong. Edición bilingüe. Traducción de Elisa Díaz Castillo. Vaso Roto. Madrid/México, 2018. 176 páginas. 21 €
En uno de los ardientes poemas de esta nueva y notable recopilación, Ocean Vuong yuxtapone las caóticas escenas de la caída de Saigón en abril de 1975 a los versos de “White Christmas”, de Irving Berlin, la canción que emitió la Radio de las Fuerzas Armadas para avisar de que la evacuación final estaba en marcha: “Las copas de los árboles relucen y los niños escuchan, el jefe de policía / boca abajo en una piscina de Coca-Cola. / Una fotografía del padre del tamaño de la palma de la mano flota / junto a su oreja izquierda”.
Mientras Bing Crosby entona “Oh, blanca Navidad, sueño y con la nieve alrededor...”, el fuego de artillería rasga el cielo de Saigón y “un camión militar acelera en la intersección, / niños gritan adentro. Una bicicleta arrojada / a través de un escaparate” y “Abajo, en la plaza: una monja, en llamas, / corre en silencio hacia su dios”. El poema, titulado “Alborada con ciudad en llamas”, se inspira en los recuerdos de la abuela del autor, que contaba que Saigón “cayó mientras sonaba la canción de la nieve”. La mujer estaba casada con un soldado estadounidense, y en otro poema, Vuong reflexiona sobre la ironía de la guerra. Si sus abuelos nunca se hubiesen conocido, no existirían ni él ni su madre. “Por lo tanto, yo existo. Por lo tanto, sin bombas = no hay familia = yo no existo”.
Nacido en 1988 en una finca arrocera de las afueras de Saigón, Vuong, que fue galardonado con el premio Whiting de poesía en 2016, tenía dos años cuando su familia llegó a Estados Unidos tras pasar más de un año en un campo de refugiados en Filipinas. Fue el primero de sus parientes cercanos que aprendió a leer, pero creció escuchado canciones populares y las historias de su abuela, y su poesía toma la musicalidad de esa tradición oral y la enlaza espléndidamente con su amor por la lengua inglesa.
Los poemas de Cielo nocturno con heridas de fuego -así como los anteriores volúmenes No y Burnings- poseen una precisión dúctil que recuerda a la obra de Emily Dickinson combinada con un aprecio por el sonido y los ritmos de las palabras similar al de Gerard Manley Hopkins. El autor sabe crear imágenes sorprendentes (un piano negro en un campo, los muñecos de un pastel de bodas conservados bajo una campana de cristal, o un pastor que sale de una pintura de Caravaggio) y lograr que los silencios y las elisiones de sus versos hablen con la misma fuerza que sus palabras.
Hay en estos poemas una poderosa corriente subterránea emocional que brota de la sinceridad y el candor de Voung y de su capacidad para captar instantes específicos con claridad fotográfica y, al mismo tiempo, una apreciación de la evanescencia de todo lo terrenal. Tanto si escribe sobre la guerra como sobre la familia o el sexo, sus composiciones contienen un presentimiento de la pérdida causada por la violencia, los malentendidos o el simple correr de las hojas del calendario y las manecillas del reloj.
Vuong escribe como emigrante y como homosexual, y sus poemas encierran lo que significa ser un extraño (una “bestia expulsada / del arca”), así como la brutal historia de los prejuicios en Estados Unidos, donde “los árboles conocen / el peso de la historia”. Habla de los terribles viajes por mar que soportan los emigrantes que intentan llegar a Estados Unidos, odiseas oceánicas que recuerdan tanto a los esperanzados periplos de los peregrinos como a las travesías del Atlántico padecidas por los esclavos contra su voluntad, y describe los campos de refugiados como “enfermos de humo y de himnos / cantados a medias”.
A muchos de sus personajes los persiguen los recuerdos (a veces de segunda mano) de la guerra, esa Guerra de Vietnam vivida por su familia en sus propias carnes que se convierte en símbolo de tantas otras libradas desde entonces. En los poemas de Vuong, el tejido diario de la vida, tanto en Vietnam como en Estados Unidos, sufre el desgarro continuo de la intrusión repentina de la violencia lanzada desde el cielo por un helicóptero Huey o un misil Tomahawk, disparada desde el hocico de un AK-47, o que llega en forma de un hombre que “da un revés” a su mujer y “lleva la motosierra a la mesa de la cocina”.
Un tiroteo, señala Vuong en un poema, “no es más que el sonido de la gente / que intenta vivir un poco más / y fracasa”. En otro poema que recuerda a “Musée des Beaux-Arts”, de Auden, habla de una familia que abandona una ciudad aún en llamas: “Por lo demás, era una mañana de primavera perfecta. Los jacintos blancos susurraban en el césped de la embajada. El cielo tenía el azul de un mes de septiembre”-tan azul como el de la ciudad de Nueva York el 11 de septiembre, no podemos evitar pensar-, “y las palomas seguían picoteando las migas de pan desparramadas desde la panadería bombardeada. Baguettes rotas. Croasanes aplastados. Coches reventados. Un tiovivo que hacía girar sus caballos carbonizados”.
La palabra “cuerpo” se repite en muchos poemas como símbolo de la fragilidad de la vida humana y el obstinado hecho de la condición mortal, pero también de las posibilidades de la pasión. Los demás temas recurrentes que flotan con musicalidad a lo largo del libro tienen que ver con la tensa relación entre padres e hijos, las travesías oceánicas de los refugiados y el poder evocador de las palabras.
El nombre de Vuong al nacer era Vinh Quoc, pero su madre se lo cambió por Ocean cuando se fueron a vivir a Estados Unidos, y en estos poemas el mar se convierte en metáfora del renacimiento y la transformación. Las páginas de Cielo nocturno contienen alusiones a La tempestad de Shakespeare, a las posibilidades de “un cambio de marea” y a las dotes de mago de Próspero para hechizar. El volumen, por su parte, es un hermoso testimonio del don de Vuong para servirse de la magia de las palabras a fin de convocar y preservar el pasado, convertir “los huesos en sonatas” y, apretando el lápiz contra el papel, “traer a su familia de vuelta de la extinción”.
© New York Times Book Review
Torso de aire
Supongamos que sí cambias tu vida.
Y el cuerpo es más
que una porción de la noche, sellada
con moretones. Supongamos que despiertas
y encuentras tu sombra reemplazada
por un lobo negro. El chico, hermoso
y perdido. Entonces llevabas el cuchillo
a la pared. Escarbas y escarbas
hasta que encuentras una moneda de luz
y puedes asomarte, por fin,
a la felicidad. El ojo
te mira de vuelta desde el otro lado,
esperando.