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La única historia
Julian Barnes. Foto: Allan Edwards
Si la vida inglesa, como le gustaba decir a Lawrence Durrell, es, en líneas generales, un “largo y lento dolor de muelas”, Julian Barnes (Leicester, 1946) posiblemente sea su principal dentista. A lo largo de más de 30 años ha vuelto una y otra vez sobre algunos temas ingleses lúgubres y exigentes, como los convencionalismos provincianos, las preocupaciones que acompañan la llegada a la edad adulta y los enigmas del amor burgués. Desde Metrolandia, su primera novela, hasta El sentido de un final, ganadora del premio Booker en 2011, Barnes ha aplicado un torno de melancolía a un paciente todavía confinado en el sillón. Se puede decir que en su último libro, La única historia, el autor sigue los pasos de Flaubert como ya hiciera en El loro de Flaubert, su novela más conocida. La mujer madura de su relato, Susan Macleod, de 48 años, representa a madame Arnoux, de Una educación sentimental, mientras que Paul Casey, de 19, se podría considerar una versión de Frédéric Moreau. Al fin y al cabo, estos personajes son arquetipos eternos. En la obra de Barnes, las revoluciones de 1848 de la novela del autor francés se convierten en las múltiples revoluciones de la década de 1960, la sexual entre ellas. Flaubert afirmaba que quería escribir la historia moral de su generación, indagar en las pasiones que, declaraba, estaban “inactivas” a pesar de las pretensiones románticas de la sociedad francesa. Barnes se ha propuesto algo muy parecido. La única historia es igual de pesimista, tiene la misma temperatura satírica, y está a la misma distancia irónica de lo que a primera vista parece una historia de amor que podría generar algún calor erótico. En una pequeña ciudad provinciana, Paul conoce a Susan en el club de tenis. Susan está casada y tiene dos hijas. Es una especie de “Mrs. Robinson” tímida pero irónica y, a pesar de su aparente despreocupación, vive en la trampa deprimente de su estéril matrimonio con Gordon Macleod, un tipo anodino estilo Imperio británico adornado con los atributos más desagradables de su raza y su generación. Por esta última se entiende la de la Segunda Guerra Mundial, descrita en la novela como exhausta y triste, sin el menor indicio de la mitología de la “generación más grande” de la que se han beneficiado sus compañeros estadounidenses.
Si uno piensa en el semiolvidado humor satírico de la década de 1960 en Gran Bretaña, lo primero que sorprende es la deliciosa tensión cómica entre la generación de la guerra y la posterior. El motor de la comedia es la solidez pretérita de los tipos británicos arcaicos: los obreros que saludan quitándose la gorra o el inglés conservador de clase media con tantísima flema que apenas puede hablar. Sin embargo, lo que parecía un sólido mosaico de órdenes sociales se esfumó en la nada casi de la noche a la mañana. Barnes sitúa su historia en esa penumbra, en medio de lo que él llama “habitantes de los intersticios”, refiriéndose a la aletargada clase media inglesa, pero se abstiene de hacer demasiada comedia de ello. Su Gordon Macleod es una bestia alcohólica que estampa la cara de su mujer contra el quicio de la puerta. Paul, que actúa como narrador en el primer capítulo de la novela, siente una intensa rabia por esa caricatura de hombre que es Macleod, si bien sus sentimientos son del todo predecibles dado que el desdichado y cornudo Gordon no ofrece componente alguno que mueva a la conmiseración. A Paul podría habérsele ocurrido en algún momento que un joven de 19 años que se acuesta con la mujer de otro en su propia casa inspire cierto disgusto, pero él mismo es -deliberadamente, creo- un adolescente hipócrita. Cuando se pregunta retrospectivamente cuánto sabía del amor a los 19, responde con grandilocuencia: “Un tribunal del amor podría dictaminar...”. No, en el relato de Paul -y de hecho, en el del autor-, la simpatía y la vitalidad quedan reservadas a las mujeres. En la novela hay ecos de Sarah, la protagonista de El fin del romance, de Graham Greene. Susan es, sin lugar a dudas, el personaje en torno al cual gira el relato, y su caracterización resulta conmovedora. Milagrosamente, brilla a través de las peroratas filosóficas de su amante sobre el amor y el recuerdo, temas acerca de los cuales Paul tiene poco original que decir. Susan tiene alma. El joven y la mujer madura empiezan una aventura sexual torpe y vacilante cuya sacrílega ternura, sin embargo, nunca llega a encarnarse del todo en la remembranza que Paul hace de ella. Pongamos por caso cómo se maravilla de sus orejas. Cuando su relación amorosa estaba en sus inicios, recuerda: “Hasta que no estuvimos en la cama y yo estaba hurgando e introduciéndome por todo su cuerpo, en cada ángulo y en cada recoveco [...] no le retiré el pelo y descubrí sus orejas”. El lenguaje que utiliza en el pasaje resulta sorprendente. ¿Hurgando e introduciéndose? ¿De verdad ella disfrutaba de tan febril exploración? Sus palabras recuerdan más a un coleccionista de sellos revisando sus últimos hallazgos que a un adolescente que está perdiendo la virginidad. Pero supongo que eso es lo que busca Barnes. “Por raro que parezca”, reflexiona Paul de forma poco convincente, “nunca me paré a pensar en nuestra diferencia de edad”.El autor posee un hábil dominio del tono y sus implicaciones morales. Allí y allá su ingenio centellea