Image: La única historia

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Letras

La única historia

1 febrero, 2019 01:00

Julian Barnes. Foto: Allan Edwards

Julian Barnes Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama, 2019. 240 páginas. 19,90 €. Ebook: 9,99 €

Si la vida inglesa, como le gustaba decir a Lawrence Durrell, es, en líneas generales, un “largo y lento dolor de muelas”, Julian Barnes (Leicester, 1946) posiblemente sea su principal dentista. A lo largo de más de 30 años ha vuelto una y otra vez sobre algunos temas ingleses lúgubres y exigentes, como los convencionalismos provincianos, las preocupaciones que acompañan la llegada a la edad adulta y los enigmas del amor burgués. Desde Metrolandia, su primera novela, hasta El sentido de un final, ganadora del premio Booker en 2011, Barnes ha aplicado un torno de melancolía a un paciente todavía confinado en el sillón. Se puede decir que en su último libro, La única historia, el autor sigue los pasos de Flaubert como ya hiciera en El loro de Flaubert, su novela más conocida. La mujer madura de su relato, Susan Macleod, de 48 años, representa a madame Arnoux, de Una educación sentimental, mientras que Paul Casey, de 19, se podría considerar una versión de Frédéric Moreau. Al fin y al cabo, estos personajes son arquetipos eternos. En la obra de Barnes, las revoluciones de 1848 de la novela del autor francés se convierten en las múltiples revoluciones de la década de 1960, la sexual entre ellas. Flaubert afirmaba que quería escribir la historia moral de su generación, indagar en las pasiones que, declaraba, estaban “inactivas” a pesar de las pretensiones románticas de la sociedad francesa. Barnes se ha propuesto algo muy parecido. La única historia es igual de pesimista, tiene la misma temperatura satírica, y está a la misma distancia irónica de lo que a primera vista parece una historia de amor que podría generar algún calor erótico. En una pequeña ciudad provinciana, Paul conoce a Susan en el club de tenis. Susan está casada y tiene dos hijas. Es una especie de “Mrs. Robinson” tímida pero irónica y, a pesar de su aparente despreocupación, vive en la trampa deprimente de su estéril matrimonio con Gordon Macleod, un tipo anodino estilo Imperio británico adornado con los atributos más desagradables de su raza y su generación. Por esta última se entiende la de la Segunda Guerra Mundial, descrita en la novela como exhausta y triste, sin el menor indicio de la mitología de la “generación más grande” de la que se han beneficiado sus compañeros estadounidenses.

El autor posee un hábil dominio del tono y sus implicaciones morales. Allí y allá su ingenio centellea

Si uno piensa en el semiolvidado humor satírico de la década de 1960 en Gran Bretaña, lo primero que sorprende es la deliciosa tensión cómica entre la generación de la guerra y la posterior. El motor de la comedia es la solidez pretérita de los tipos británicos arcaicos: los obreros que saludan quitándose la gorra o el inglés conservador de clase media con tantísima flema que apenas puede hablar. Sin embargo, lo que parecía un sólido mosaico de órdenes sociales se esfumó en la nada casi de la noche a la mañana. Barnes sitúa su historia en esa penumbra, en medio de lo que él llama “habitantes de los intersticios”, refiriéndose a la aletargada clase media inglesa, pero se abstiene de hacer demasiada comedia de ello. Su Gordon Macleod es una bestia alcohólica que estampa la cara de su mujer contra el quicio de la puerta. Paul, que actúa como narrador en el primer capítulo de la novela, siente una intensa rabia por esa caricatura de hombre que es Macleod, si bien sus sentimientos son del todo predecibles dado que el desdichado y cornudo Gordon no ofrece componente alguno que mueva a la conmiseración. A Paul podría habérsele ocurrido en algún momento que un joven de 19 años que se acuesta con la mujer de otro en su propia casa inspire cierto disgusto, pero él mismo es -deliberadamente, creo- un adolescente hipócrita. Cuando se pregunta retrospectivamente cuánto sabía del amor a los 19, responde con grandilocuencia: “Un tribunal del amor podría dictaminar...”. No, en el relato de Paul -y de hecho, en el del autor-, la simpatía y la vitalidad quedan reservadas a las mujeres. En la novela hay ecos de Sarah, la protagonista de El fin del romance, de Graham Greene. Susan es, sin lugar a dudas, el personaje en torno al cual gira el relato, y su caracterización resulta conmovedora. Milagrosamente, brilla a través de las peroratas filosóficas de su amante sobre el amor y el recuerdo, temas acerca de los cuales Paul tiene poco original que decir. Susan tiene alma. El joven y la mujer madura empiezan una aventura sexual torpe y vacilante cuya sacrílega ternura, sin embargo, nunca llega a encarnarse del todo en la remembranza que Paul hace de ella. Pongamos por caso cómo se maravilla de sus orejas. Cuando su relación amorosa estaba en sus inicios, recuerda: “Hasta que no estuvimos en la cama y yo estaba hurgando e introduciéndome por todo su cuerpo, en cada ángulo y en cada recoveco [...] no le retiré el pelo y descubrí sus orejas”. El lenguaje que utiliza en el pasaje resulta sorprendente. ¿Hurgando e introduciéndose? ¿De verdad ella disfrutaba de tan febril exploración? Sus palabras recuerdan más a un coleccionista de sellos revisando sus últimos hallazgos que a un adolescente que está perdiendo la virginidad. Pero supongo que eso es lo que busca Barnes. “Por raro que parezca”, reflexiona Paul de forma poco convincente, “nunca me paré a pensar en nuestra diferencia de edad”.
Como Flaubert, Barnes se ha propuesto escribir la historia moral de su generación, indagar en las pasiones
Los adolescentes pierden la virginidad con mujeres mucho mayores que ellos, pero es raro que no se paren a pensar en que la han perdido con una mujer de casi 50 años con un marido y dos hijas a cuestas. Tampoco suelen irse a vivir con ellas. Aun así, se podría objetar que, al fin y al cabo, esa es la historia de Emmanuel Macron, con la cruel diferencia de que Paul, tras fugarse con su amante y fracasar en el proyecto de ser felices para siempre, no llega a convertirse en el líder de un gran país, sino en un perdedor anónimo. Y así, la negrura de la historia solo invade al lector en las últimas 100 páginas. Al cabo de los años, Paul se instala solo en el campo para llevar una empresa llamada Quesos Artesanales del Valle de Frogworth y se aficiona a leer las columnas del consultorio sentimental de un periódico local. No solo aborrece el recuerdo del marido de Susan, sino también a la mayoría de los hombres, a los que considera fanfarrones, zafios y rapaces. En cuanto a sí mismo, se ve como un “absolutista del amor”. En otras palabras, en cierto modo es menos humano que el hombre al que sigue odiando. A medida que la novela avanza, el autor va entrando y saliendo de las voces en primera, segunda y tercera persona, a veces con un efecto sutil. Cerca del principio de la segunda parte, que explora la tensa convivencia entre Paul y Susan, el paso a la segunda persona anuncia un ligero cambio de marcha para adentrarse en el cuestionamiento que Paul se hace de sí mismo. Cuando decide ejercerlo, Barnes posee un hábil dominio del tono y sus implicaciones morales. En la más curtida tercera persona del final del libro, el narrador hace que Paul recuerde un anuncio oficial sobre el sida en el que se insinúa que cuando las personas tienen relaciones sexuales, las tienen con todas sus parejas anteriores, y las reflexiones se vuelven interesantes inmediatamente. En esa voz, la novela parece tomar la distancia justa de su argumento. Me gusta cómo Paul olvida poco a poco el cuerpo excesivamente venerado, incluidas las orejas. “Las cosas, una vez que han pasado”, leemos, “son irreversibles; ahora lo sabía. El puñetazo que has dado no se puede retirar; las palabras pronunciadas no se pueden no decir. Podemos seguir adelante como si nada se hubiese perdido, ni hecho, ni dicho; pretendemos que lo olvidamos todo, pero nuestro ser más íntimo no olvida, porque hemos cambiado para siempre”. Y podemos decir que es verdad y, además, está expresado bellamente. Como opina Paul, “en el amor, todo es verdadero y falso. Es el único asunto sobre el que es imposible decir nada absurdo”. Lo cual no es verdad, pero, de todas maneras, me gusta. La generación que llegó a la madurez en la década de 1960 abunda en material para la autocontemplación, un tema apreciado por los novelistas británicos nacidos en la década de 1940. Pero llevarlo a buen puerto ha sido difícil. Resulta que el amor no es la única historia, aun cuando, como insiste Paul, “el primer amor marca la vida para siempre”. Barnes es consciente de ello, pero para relatar la cara oscura de la revolución cultural de la década de 1960 y la de su llegada a la madurez, habría tenido que permitir que sus personajes se alejasen algo más de la perspectiva de Paul y de su exégesis de lo mal que trató a una mujer a la que nunca entendió del todo. Sea como sea, aquí y allá, el ingenio de Barnes brilla y centellea. En un momento de su decadencia, Paul “se castiga emborrachándose hasta alcanzar una coherencia repentina”. Qué frase tan deliciosa y cuánto más fiel podría haberle sido Paul. © New York Times Book Review