Piketty "supera" el capital
Analíticamente endeble, el autor presenta en 'Capital e ideología' un nuevo paradigma comunista, con limitaciones a la propiedad
22 enero, 2020 00:11Reseñamos aquí hace un lustro El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty (Clichy, 1971) y también atendimos a su texto más divulgador, La crisis del capital en el siglo. El presente volumen del economista francés es un ejemplo más de lo que Popper llamó “La miseria del historicismo”, es decir, pretender conocer las leyes de la historia. Así como Marx redujo la historia a la lucha de clases, el talismán clave para Piketty es la desigualdad, que explica lo que sucede en la sociedad en todos los lugares y en todos los tiempos. Es un mal que se sustenta en la propiedad privada y el mercado; y la “ideología”, que, como es sabido, es lo que piensan los otros, sirve para justificar la desigualdad, la propiedad y el mercado.
Insiste en que no quiere destruir el capitalismo sino “superarlo”. Repite que vivimos en un deplorable “hipercapitalismo”, y que lo realmente malo es la “sacralización” de la propiedad privada y, en tiempos modernos, su defensa exagerada por parte de los “neopropietaristas”. Juega con una tercera vía, supuestamente moderada entre el “conservadurismo elitista” y el “mesianismo revolucionario”. Equipara capitalismo y socialismo, para intentar convencer al lector de que la Unión Soviética, salvo al final, era igual de próspera que los Estados Unidos. No niega el progreso global, no es un necio, pero sí el papel del capitalismo en ese progreso. De hecho, no explica por qué la economía crece: solo le interesa que es un progreso desigual y contaminador.
Insiste Piketty en que no quiere destruir el capitalismo sino “superarlo”, jugando con una tercera vía
Después de 700 páginas de condenas a la propiedad privada, que asocia con la opresión de los trabajadores, el colonialismo y la esclavitud, Piketty llega al sistema que acabó con esa propiedad. Y el balance es suave, hasta el afirmar que el fracaso de puede medirse por la cantidad de presos, población que inmediatamente compara con los encarcelados en Estados Unidos. Celebra el éxito económico del comunismo bajo Stalin, por “haber sacado al pueblo ruso del zarismo y la miseria”. Y si hay que criticar el comunismo es por su desigualdad, y porque en el fondo es como el capitalismo: “ambas ideologías son víctimas de una forma de sacralización, en un caso de la propiedad privada, en el otro de la propiedad estatal”. Como si solo fueran dos formas apenas diferentes de la misma cosa.
Desdeña a pensadores liberales, como Tocqueville y Montesquieu, pero sobre todo a Hayek, a quien se refiere varias veces asociándolo con la dictadura de Pinochet. No dice ni una palabra de los intelectuales que apoyaron las dictaduras comunistas. Y tampoco menciona los millones de trabajadores muertos de hambre por el sistema anticapitalista. El mensaje que transmite es que lo malo del comunismo vino después de la caída del Muro, por la “desilusión poscomunista” que tendió a “debilitar la esperanza en una mayor justicia”.
Piketty incurre en la vieja falacia, recuperada por Mazzucato entre otros, de que los ricos no merecen su riqueza, porque no es suya sino de la sociedad y propone acabar con la desigualdad mediante una gran subida del gasto público y los impuestos.
Analíticamente endeble, el autor presenta un nuevo paradigma comunista, con limitaciones a la propiedad
La retórica es aparentemente delicada, “socialismo participativo” y “propiedad temporal”, pero se trata de un proyecto antiliberal redistributivo a gran escala, que recomienda expropiar la mitad de la propiedad y el control de todas las empresas, “incluidas las más pequeñas”, y lanzar una vasta intrusión en la vida de la personas, sus propiedades y sus ahorros, llegando a aplicar una fiscalidad progresiva a las fundaciones privadas en la enseñanza, la cultura, la salud o los medios de comunicación. Anhela estatizar por completo la educación, pero, eso sí, se muestra tolerante en la vestimenta: puede seguir siendo privada.
Endeble analíticamente, y con datos crecientemente cuestionados en el mundo académico, como recordó hace poco The Economist, sus ardides y neologismos no pueden ocultar su proyecto: una vez más, el socialismo, o el comunismo, porque reprocha a los socialistas no haber subido aún más los impuestos, fantaseando con que en Occidente las economías “han dejado de ser economías mixtas”, y que el aumento de la deuda pública se debe a “una estrategia deliberada orientada a reducir el peso del Estado”.
Presenta un nuevo paradigma comunista, con limitaciones a la propiedad y al Estado nación, para poder subir los impuestos sin las actuales cortapisas, como la regla de la unanimidad de la UE. Es cierto que su proyecto aspira a sustituir el socialdemócrata, como señaló el economista Jean Pisani-Ferry en Letras Libres. Sin embargo, ayudará a toda la izquierda en la medida en que subraya consignas caras al antiliberalismo actual, como la lucha contra las desigualdades y el apocalipsis climático. Arremete contra los paraísos fiscales, y todo el rato habla de “deliberación democrática”, no vayamos a creer que es un comunista de los de antes.
Alude a mutualizar la deuda, o impagarla, y resuelve incluso el independentismo catalán mediante la ingeniosa solución de que los catalanes paguen impuestos a Europa y no a España. Como siempre, su socialismo será puro beneficio, dará propiedad a todos y acabará con las tensiones fronterizas y los conflictos políticos.
En esta atractiva “tentación liberticida”, como la llamó Philippe Trainar en Les Echos, Thomas Piketty se ocupa de centrar el foco en los ricos, y hay que rebuscar con paciencia y cuidado para encontrar el reconocimiento de que, como siempre, este nuevo socialismo descarga su coste sobre la masa del pueblo: “El hecho de que las clases populares y medias paguen impuestos significativos no es ciertamente un problema en sí mismo”.