Orient-Express

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El Orient-Express, un viaje al sueño de Europa

Sabio y bohemio, cosmopolita y bon vivant, Mauricio Wiesenthal recrea, entre verdades, leyendas y ficciones, la historia del legendario rey de los trenes

24 junio, 2020 07:35

“Viajar en uno de los vagones del Orient-Express es como dormirse en una pintura de Mantegna”. Eso era y sigue siendo para Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1944) la aventura de recorrer Europa en alguno de los exquisitos vagones del fastuoso convoy, convencido de que el mundo sería horrible “si no fuera rodante y redondo”. Lo proclama porque además también supo lo que era hacerlo en uno de tercera clase en mitad de la Guerra Fría, cuando parecía que las horas del tren de lujo estaban contadas.

Resultado de aquella experiencia tristísima que vivió a finales de los 70 fue un primer librito, La belle époque del Orient-Express, que publicó hace más de cuarenta años y que apenas tiene nada que ver con el actual, porque entonces el tren estaba muriendo “asesinado por las dictaduras del imperio soviético en el Este de Europa y por la incuria de los burgueses europeos que habían dejado morir sus valores, sus memorias y su cultura desde el siglo XX”. Y es que aquella era la crónica de un joven enfadado “que se metió en el patio interior de Europa (eso es un viaje en un vagón de tercera) para decirle a los vecinos que nuestra casa se venía abajo”, señala a El Cultural. En cambio, el libro de ahora es, “más ambicioso, más romántico” y no evita las críticas “a esta Europa que hemos dejado morir entre todos y que aún agoniza, pero me complazco más al relatar los tiempos de oro del Orient-Express”.

Esa edad de oro alude a los viajes inolvidables que discurrían en un “palacio rodante” que transportaba vidas y tramas novelescas. Y no solo eso, también “la vida de nuestros pueblos, el alma de aquellos maestros que nos enseñaron otra forma de vivir. Creo que la mejor manera de recordar a una abuela es enseñar su retrato de cuando era muchacha y compararla con su última foto, demostrando que sus ojos nunca dejaron de ser bellos y su mirada era, al final, aún más tierna”.

La abuela se llama Europa y gracias al Orient-Express pudo ser disfrutada desde que en 1883 se creó el Express d’Orient, antecesor del protagonista de este volumen. Entonces, el tren salía de París, terminaba en la ciudad de Giurgiu, en Rumania, y pasaba por Estrasburgo, Múnich, Viena, Budapest y Bucarest. En Giurgiu, los pasajeros eran traslados a través del Danubio hasta Ruse, en Bulgaria y allí otro tren los llevaba hasta Varna, donde podían tomar un transbordador hasta Estambul. En esa época, el servicio diario de París comenzó a ir hasta Budapest. Tres veces por semana llegaba hasta Estambul, pasando por Belgrado y Sofía. Desde Budapest, una vez por semana, iba hasta Constanza, en el mar Negro, pasando por Bucarest. Y en 1891 el nombre oficial pasó a ser Orient-Express.

De Coco Chanel a Stefan Zweig

Wiesenthal se detiene en los años de la Belle Époque, “que fue el tiempo de esplendor y glamur del Orient-Express”, y en viajeros como Coco Chanel, Mata Hari, Agatha Christie, Paul Léautaud, D. H. Lawrence, Misia Sert, Josephine Baker, Graham Greene o Stefan Zweig, que en El mundo de ayer narra cómo una noche de julio de 1914, viajando hacia Viena en el célebre tren, vio pasar otro de carga en dirección contraria, en el que intuyó la silueta amenazadora de unos cañones y tuvo la desgarradora intuición de que la Gran Guerra era inminente.

Fotograma de asesinato en el 'Orient Express' (1974), protagonizada por Albert Finney, Lauren Bacall y Martin Balsam, entre otros

Es el anticipo de unas páginas fascinantes que parten de la estación parisina de la Gare de l’Est, y permiten a Wiesenthal recobrar la memoria de quienes también frecuentaron, antes de embarcar en uno de sus vagones, su mítico restaurante, Le Train Bleu. Allí, por ejemplo, recuerda cómo charló con Salvador Dalí de los dibujos que le hizo a Freud en su lecho de muerte, en Londres, por mediación de Zweig, que fue quien se quedó con los originales, y de la angustia del pintor pensando que alguno podía haberse extraviado tras el suicidio del vienés.

La relación de personajes que el autor de este libro trató personalmente en el Orient-Express mueve al asombro: Maria Callas, el príncipe Alí Khan, “acompañado siempre por alguna de sus amigas”, Arthur Rubinstein, Deborah Kerr, con su marido Peter Viertel, Marlene Dietrich, sir Laurence Olivier… Sin embargo, algunas de las historias más divertidas del libro están protagonizadas por políticos y aristócratas. Así, se nos narra cómo en 1960 el dictador ruso Nikita Jruschov fue huésped del Orient-Express, “que le transportó en un viaje relámpago por algunos lugares de Francia que deseaba visitar”, sin que nadie se atreviera a decirle que la gran mesa del salón del vagón que utilizaba “era la misma a la que se había sentado el zar Nicolás II en 1896, cuando se entrevistó con el presidente Félix Faure”.

De la reina Victoria cuenta que viajaba en el compartimento real, con sus criados, sus gigantes indios, sus caballos y sus coches, y que cuando se trasladaba para pasar sus vacaciones en Cannes, llevaba también a Jacquot, su borriquillo favorito. Los emperadores de Austria, Francisco José y Sissi, se desplazaban con 37 furgones de equipaje y con 18 caballos, aunque la emperatriz también llevaba vacas y cabras para tomar leche fresca. Y del presidente francés Paul Deschanel narra la extraña aventura que protagonizó una noche cuando desapareció misteriosamente del vagón presidencial para aparecer en una estación perdida.

Mauricio Wiesenthal viajando en el Orient-Express en 2017

Antídoto contra el nacionalismo

Hay asimismo relatos de espías, misteriosas desapariciones y crímenes sin resolver pero también historias de amor como la que se desarrolla a lo largo del libro entre el narrador y una misteriosa pasajera, Tatiana. Y, sin embargo, la gran protagonista es Europa. Una Europa derrotada, dice Wiesenthal, por los nacionalismos, el populismo, la masificación y la vulgaridad.

“Desde luego –se lamenta– tengo miedo de que el ‘tempo’ del tren muera para dejar paso a las tiranías. El nuestro era un continente de pequeñas distancias, de libertad. Eso permitió nuestro progreso moral. Conocí el mundo de los ‘campos de concentración’ en la Europa del Este y en la Unión Soviética. Y tengo miedo de que regrese ese infierno populista donde todo quería ser ‘público’ (no hay nada más público que un campo de concentración). Se necesitan mil libros de filosofía para aprender a recelar del populismo, la masificación promiscua y la fealdad, pero basta un viaje en el Orient-Express para aprender a tomar la ‘distancia justa'”.