'La casa eterna', de la revolución a la utopía
En este monumental ensayo, escrito con agudeza y frescura, Yuri Slezkine narra los límites de la ingeniería social y por qué fracasó el bolchevismo tras solo una generación
12 julio, 2021 09:19Era invierno en Petrogrado, hace poco más de 100 años. El Ejército imperial ruso estaba exhausto tras combatir contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Había escasez de pan, huelgas y motines. En marzo, el zar Nicolás II abdicó del trono. Los alemanes trasladaron clandestinamente a Lenin de vuelta a Petrogrado desde su exilio suizo en un vagón de tren sellado. Vale la pena detenerse un momento en ese vagón: si Lenin no hubiera llegado a Petrogrado en 1917, el siglo XX tal como lo conocemos no hubiese existido.
La guerra mundial se entremezcló con la guerra civil rusa. Los bolcheviques ganaron. En 1922, Lenin proclamó la creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Cinco años después se tomó la decisión de construir una Casa del Gobierno en una isla pantanosa del río Moscova. Los trabajadores transportaron arena en carros tirados por caballos para rellenar la ciénaga. Vivían en barracas frías y húmedas en las que les daban de comer alimentos infestados de gusanos.
Mezcla de constructivismo y neoclasicismo, la Casa del Gobierno se diseñó a escala sobrenatural. El complejo incluía no solo apartamentos y patios, sino también un teatro, una biblioteca, una peluquería, una oficina de correos, un cine, una lavandería, una tienda de comestibles, una guardería, una clínica y un club social que ofrecía clases de boxeo, canto, pintura, esgrima y tiro al blanco. Las primeras secciones residenciales se completaron en 1931; en 1935 había 2.655 inquilinos registrados en 505 apartamentos.
La casa eterna de Yuri Slezkine (Moscú, 1956) es una historia del proyecto soviético tal como lo vivieron quienes lo llevaron a cabo. La casa se construyó para las élites bolcheviques, cuya entrega rayaba en el fanatismo; eran abnegados, inquebrantables. Uno de ellos, Yákov Sverdlov, ordenó la ejecución del zar Nicolás II y su familia y mantuvo una calma monstruosa. Su estrofa favorita de su poeta favorito, Heinrich Heine, acababa con estos versos: “Construyamos el cielo en la tierra, amigos míos, / en vez de esperar a después”. El problema es que el cielo lo tenían que construir seres humanos. “Las personas, incluso las mejores, los bolcheviques”, lamentaba Sverdlov, “están hechas de la vieja pasta y han crecido en la vieja inmundicia”. La tarea de los viejos bolcheviques era “construir la casa eterna y legarla a la ‘infancia proletaria y la orfandad pura’”.
Este monumental ensayo, escrito con agudeza y frescura, narra los límites de la ingeniería social y por qué fracasó el bolchevismo
Ello exigía forjar una nueva conciencia que superase las antinomias entre subjetivo y objetivo, cuerpo y espíritu, familia y partido. La casa se diseñó para facilitar la transparencia entre lo individual y lo colectivo. Sin embargo, sostiene el autor, al construir apartamentos, los bolcheviques perpetuaron en la práctica la unidad familiar que aspiraban a superar. “La revolución era inseparable del amor”, escribe Slezkine, profesor de Historia de la Universidad de Berkeley. Pero el amor entre personas individuales obstruía la continuidad. Aunque los bolcheviques fantaseaban con desbancar dialécticamente a la familia burguesa, no estaban seguros de qué vendría a continuación.
Mientras tanto, se comportaban como una secta endogámica, encontrando marido, esposa y amantes dentro de su propio entorno. Además, llenaron sus apartamentos de pianos, samovares y toallas bordadas. “La última y decisiva batalla de la revolución”, escribe Slezkine, “resultó ser la batalla contra los álbumes encuadernados en terciopelo que reposaban sobre mesitas cubiertas con tapetes de encaje”.
Mientras esas familias decoraban sus apartamentos, el partido declaró la guerra a los campesinos de clase media. Las hambrunas provocadas por la colectivización se propagaron por Ucrania, Kazajistán y la Rusia soviéticas. Mientras los campesinos comían hierba, Stalin les requisaba el grano para financiar la industrialización de las ciudades. Las campesinas que huyeron de la hambruna se convirtieron en niñeras de los habitantes de la Casa del Gobierno. Las familias que se quedaron murieron de hambre.
El punto de inflexión en la historia de Slezkine lo marca el asesinato en 1934 del jefe del partido en Leningrado, Seguéi Kírov. “Las emociones humanas siempre habían estado en el corazón del bolchevismo”, observa el historiador. “La llamada telefónica del 1 de diciembre de 1934 lo cambió todo. Ya nadie volvió a creer en ellas”. Ahora, los viejos bolcheviques se habían convertido en blanco de su propio terror. “Raras eran las noches en las que había menos de 100 ejecuciones”, continúa Slezkine. En la Casa del Gobierno se guardaba silencio. “Todos hablan como si nada hubiese sucedido”, anotó Aleksander Arosev en su diario.
La hija de Tania Miagkova, Rada, tenía ocho años cuando su madre fue enviada a prisión. Miagkova empleó el tiempo que pasó encarcelada en leer El capital. Cuando detuvieron a su marido, dejó El capital y pasó a Ana Karenina. Cuando le denegaron su petición de traslado al gulag para estar con su esposo, empezó a leer poesía: Mayakovski, Blok, Pushkin. Escribió a su madre: “¿Un campo de concentración? Sea. ¿Durante varios años? Sea. ¿Años largos y difíciles? Sea. Mikhas debe ser aceptado de nuevo en el partido”.
El proyecto soviético fue el experimento de mayor alcance jamás llevado a cabo con seres humanos. Sin embargo, no duró más de lo que dura una vida humana
Los capítulos sobre el terror estalinista son los más vívidos. En general, el estilo de Slezkine es agudo, fresco, a veces jovial. Expone los argumentos con claridad: el bolchevismo era una secta milenarista con un deseo insaciable de utopía que luchaba por reconciliar la predestinación con el libre albedrío. El hecho de que la utopía no se realizara después de la guerra civil llevó a la Gran Decepción. En la segunda mitad de la década de 1920, los psiquiátricos soviéticos se llenaron de bolcheviques que comían caviar, jugaban al ajedrez y sufrían de depresión.
En opinión de Selzkine, dos cualidades hacían especiales a los bolcheviques. La primera era una “fe envolvente en la lógica”; el marxismo fusionaba el misticismo con el racionalismo científico. La segunda era la dimensión en sí misma. La historia había conocido muchas otras sectas milenaristas, pero ninguna a esa escala. La casa eterna es un libro sobre las posibilidades y los límites de la ingeniería social. Cuando, en 1934, Yevgueni Preobrazhenski afirmó, “esta ha sido la mayor transformación de la historia del mundo”, estaba diciendo la verdad. El proyecto soviético fue el experimento de mayor alcance jamás llevado a cabo con seres humanos.
Sin embargo, como dice Selzkine, “la era soviética no duró más de lo que dura una vida humana”. ¿Y por qué? El autor responde que, de los miembros de la generación que disfrutó de la proverbial felicidad de la infancia soviética, ninguno leyó El capital. Lo que sí leyeron fue a Tolstói, Pushkin, Heine y Goethe. Los bolcheviques cavaron su tumba al dar a leer Tolstói a sus hijos. La novela histórica les impidió fijarse únicamente en la utopía venidera: “Los padres vivían para el futuro; sus hijos vivían en el pasado. Los padres tenían camaradas; los hijos amigos”.
Slezkine ha construido la trama de La casa eterna como una épica tragedia familiar. Ni Tania Miagkova ni su marido volvieron a ver a su hija. Como a tantos hijos de bolcheviques, a Rada la crio su abuela. Las madres que sobrevivieron al gulag volvieron al cabo de los años, envejecidas. Sus hijos, que habían crecido sin ellas, ya no las necesitaban. Como dijo una mujer cuya madre logró regresar, “nunca logramos volver a acostumbrarnos la una a la otra”.
© The New York Times Book Review
Traducción: News Clips