Las lecciones de Edmund Wilson, el gran maestro de la crítica literaria
El escritor explica cómo hacer una reseña en esta 'Obra selecta' que también reúne crónicas y cartas con autores como Nabokov
4 junio, 2022 02:18Noticias relacionadas
Las redes sociales permiten expresar una variedad de opiniones que enriquecen el discurso cultural y, a la vez, lo cargan de emociones encontradas. El me gusta o no me gusta suele dar paso a comentarios personales que se desvinculan de las reglas establecidas para opinar sobre la realidad cultural. La crítica literaria ha sido una de las víctimas propiciatorias de este fenómeno. Por eso este libro,que presenta la obra crítica del escritor norteamericano Edmund Wilson (1995-1972), ofrece un oportuno ejemplo de sensatez que permite hacer una llamada a la coherencia cultural, a anclar el oficio crítico a normas legítimas y no al capricho personal.
Publicada hace más de quince años en España, esta edición se presenta ahora enriquecida con un nuevo prólogo de Aurelio Major y con crónicas y algunas de sus misivas más relevantes, como las que se cruzó con Vladimir Nabokov en torno a la escritura y la crítica literaria.
En carta dirigida al entonces crítico y pronto profesor de creación literaria en Princeton, R. P. Blackmur, fechada el 14 de noviembre de1929, Wilson explica cómo hacer una reseña. “Existe una tendencia a tratar la literatura en términos enteramente abstractos, ya sean filosóficos o psicológicos […] una suerte de escolasticismo literario que se limita a encajar las cosas en categorías” (pág. 873).
Práctica que califica de desafortunada. Y añade: “el lector espera que quien reseña le cuente cómo es el libro, cómo está escrito, qué tipo de temperamento tiene el autor, y qué suerte de efecto produce” (pág. 874). Termina pidiéndole que cuando “reseñe para nosotros nos cuente un poco más sobre el estilo, el ‘ambiente’ y la personalidad del autor” (pág. 875).
Quizás convenga decir ahora que las revistas en que Wilson trabajó –Vanity Fair, The New Republic, de la que sería editor en la década de los 30; The New Yorker y, finalmente, en The New York Review of Books– constituyen el mejor repositorio cultural de la cultura norteamericana del siglo XX.
Su lectura fue obligatoria para cuantos se interesaban por la política y por las artes, la crítica de libros, de cine, de arte, de música, precisamente porque siguieron manteniendo a lo largo del tiempo la esencia de la práctica crítica de Wilson: el deseo de opinar sobre los desarrollos culturales de acuerdo con las mejores ideas que uno pueda hilvanar. Sabemos así que sus ensayos, sus cartas, o las piezas cortas reunidos en este volumen fueron escritos con una expresión clara y buscando la médula intelectual de la obra o del autor tratado.
Una apostilla a lo dicho: nuestro hombre vivió muy ligado a sus amistades literarias, pienso en Francis Scott Fitzgerald o Irving Howe, y a sus esposas, en especial la novelista Mary McCarthy (1912-1989), y en estrecho contacto con la vanguardia progresista e ideológica de su tiempo. Wilson, igual que André Gide, viajó a la URSS, y, como el francés, volvió absolutamente decepcionado por la vida en la Rusia de Stalin. Esto le marcó, porque abandonó la hermandad ideológica del marxismo que parecía ofrecer entonces una esperanza de reforma social.
Este libro, que ofrece un oportuno ejemplo de sensatez, ancla el oficio crítico a normas legítimas y no al capricho
Además, leer a Wilson supone sumergirse en el universo cultural de la literatura occidental, especialmente moderna, y hacerlo en la lengua de cada escritor, porque nuestro crítico se manejaba en francés, alemán, ruso, además de en su nativo inglés. De los libros aquí representados, El castillo de Axel: Estudios sobre la literatura imaginativa, 1870-1930 (1931) es el que dejó mayor huella. Acercó al público lector culto norteamericano a poetas como Rimbaud, Villiers de L’Isle-Adam, William Butler Yeats, Paul Valéry, T. S. Eliot, y a los novelistas Marcel Proust, James Joyce y Gertrude Stein.
De cada uno explica cómo hacen sentido de la experiencia humana. Y a lo largo del presente volumen, que reúne piezas de casi todos sus libros y donde van saliendo, junto a los escritores analizados en El castillo de Axel, otros favoritos suyos como Henry James, Charles Dickens, Gustav Flaubert, Dante Alighieri, Aleksandr Pushkin, o los ambientes culturales (Nueva York, París, Moscú), que resultan objeto de entendimiento de la inquietud de una mente que quiere comprender lo aportado por la obra individual a la comprensión del ser humano y de la sociedad en que habita.
Wilson, cuando escribe sobre James o Flaubert, está afirmando algo relevante para entender sus obras: ellos fueron escritores que confirieron dignidad a las novelas dedicadas a tratar la vida moderna. Y pocos críticos han definido mejor que el norteamericano la aportación de Proust, el primer novelista simbolista, afirmando la riqueza de su estilo, o la novedosa representación de la subjetividad ajena, no como variación de la propia, sino enteramente diferente. Cuando dice que al leer a Pushkin podemos entender cómo la literatura extiende su efecto, la comprensión de la vida puede llegar de letras extranjeras.
De Dickens comenta su lucha por superar el tipo literario, conjugando en un mismo personaje el bien y el mal, y advierte de la opresión ejercida por las instituciones o por los propios estados de ánimo. También ofrece observaciones curiosas, como su poco aprecio de la novela policíaca. Comentando las novelas de Edith Wharton hace una observación que preludia el siguiente tema, y lo hace a propósito de explicar La edad de la inocencia sobre cómo el personaje de la condesa Olenska resulta el tipo de mujer americana europeizada, que regresa a Nueva York, y que despierta amores, pero con la que nadie se atreve porque su conducta desafía las costumbres de la ciudad.
Wilson afirmó el papel que le corresponde al crítico: ahondar en las páginas literarias para entender cómo somos
La idea de que los autores deben escribir sobre sus propias realidades sociales la explica en una esclarecedora pieza del libro, “Dostoievski en el extranjero” (págs. 287-292). Expone la publicación del diario de la segunda esposa de Fiodor Dostoievski, donde habla del encuentro del escritor con Iván Turguénev en Alemania. Los escritores tenían ideas opuestas sobre la relación con Rusia. Turgueniev no quería saber de su patria, en parte porque advertía que al faltar en su país una clase media extensa, el lectorado quedaba reducido a un pequeño círculo de gentes ilustradas.
Dostoievski, por el contrario, echaba de menos el contacto con la sociedad rusa, su inspiración. Extiende Wilson esas ideas a los escritores norteamericanos, que debían limpiar sus lentes de la literatura europea y escribir sobre la realidad propia, porque quedaban infinitas injusticias sociales por novelar. Idea que complementa con otros aspectos, concretamente en Hacia la estación de Finlandia (1941), con la idea que los hombres pueden configurar la sociedad de acuerdo con sus aspiraciones humanas.
Así pues, la crítica literaria de este hombre culto, políglota, lector infatigable, amante de explicar la aportación de nuestros mejores, nunca dejó de lado el elemento social de la literatura. Y afirmó el papel extraordinario que le corresponde por derecho al crítico: ahondar en las páginas literarias para entender cómo somos las personas, el principal interrogante que Wilson quería despejar.