Javier Marrodán: "ETA no abandonó la violencia por cuestiones morales, sino estratégicas"
El periodista navarro especializado en terrorismo, además de profesor y ahora aspirante a sacerdote, repasa su trayectoria vital y profesional en la autobiografía ‘Tirar del hilo. Todas las historias que me han llevado a Roma’
8 junio, 2022 02:24Durante sus casi veinte años en Diario de Navarra, el periodista Javier Marrodán (Pamplona, 1966) se especializó de manera natural —era lo más importante que estaba ocurriendo a su alrededor— en el terrorismo de ETA y, muy especialmente, en dar voz a las víctimas, que durante tanto tiempo fueron ignoradas.
En el año 2000 firmó uno de sus reportajes más importantes, El eco de los disparos, en el que recuperaba la memoria de la familia de Jesús Ulayar, exalcalde del pueblo de Etxarri-Aranatz asesinado en 1979 a la puerta de su casa y delante de su hijo pequeño. Fue, como dice su colega José Miguel Iriberri, “uno de esos trabajos que bastan para justificar toda una vida dedicada al periodismo”, que fue también el germen de su libro Regreso a Etxarri-Aranatz.
Pero hubo más así, como Una puerta a la vida, sobre los estragos del sida. Independientemente del tema que abordase, el oficio de Marrodán se caracterizaba por un enfoque humano, siempre cerca de los débiles y los derrotados.
En 2012, siendo ya profesor de la Universidad de Navarra, coordinó por encargo del Gobierno foral Relatos de plomo, una obra antológica de 1.800 páginas que recoge la historia del terrorismo en Navarra.
Título: Tirar del hilo. Todas las historias que me han llevado a Roma
Autor: Javier Marrodán
Editorial: EUNSA
Año de edición: 2022
Disponible en EUNSA
Disponible en Unebook
Como periodista, como profesor y también en lo personal, Marrodán se ha guiado siempre por su vocación de servicio a los demás y por una profunda fe que, en una nueva etapa de su vida, le ha llevado a Roma, donde se prepara para el sacerdocio.
Desde allí, y a raíz del confinamiento provocado por la pandemia de coronavirus, decidió dar rienda suelta a la memoria, y el resultado es su autobiografía Tirar del hilo. Todas las historias que me han llevado a Roma, que publica Ediciones Universidad de Navarra (EUNSA). Su lectura nos da cuenta de una trayectoria vital y profesional apasionante y, de paso, nos sumerge en la historia reciente de Navarra y en una manera de ejercer el periodismo en peligro de extinción en la era de Internet y de la obligada inmediatez informativa.
Pregunta. En toda su labor periodística, especialmente en grandes reportajes como El eco de los disparos, y después como coordinador del proyecto Relatos de plomo, uno de sus principales propósitos ha sido dar voz a las víctimas, durante tanto tiempo silenciadas e incluso humilladas. ¿Cree que España no ha tratado a las víctimas del terrorismo con la dignidad que se merecen?
"En demasiados lugares del País Vasco o de Navarra, ser familiar de un asesinado era casi un estigma"
Respuesta. Pienso que ha habido una evolución. Las víctimas padecieron un desamparo institucional, social, político, periodístico y hasta judicial que duró unos cuantos años. En general, los familiares de las personas asesinadas en las décadas de 1970 o 1980 estuvieron muy solas: algunos tuvieron que esconder su condición de víctimas, otros no se enteraron de las investigaciones o del juicio relacionados con su caso, tardaron mucho en recibir ayudas… En demasiados lugares del País Vasco o de Navarra, ser familiar de un asesinado era casi un estigma. El panorama fue cambiado en los años noventa, sobre todo a raíz del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997. Mi experiencia como periodista es que los testimonios y la perspectiva de las víctimas ayudan a hacerse cargo de verdad de qué es el terrorismo. Por eso, contar con ellas es mucho más que una estrategia narrativa o una pretensión documental: es una exigencia de orden moral que trasciende incluso la batalla del relato de la que tanto se viene hablando. Es un compromiso con la justicia y con la verdad.
P. ¿Diría que ETA sigue existiendo aunque ya no mate y oficialmente se haya disuelto? ¿De qué modo pervive su legado ideológico?
R. Hace tiempo que ETA anunció su disolución, pero sigue habiendo muchas personas —muchísimas— convencidas de que sus crímenes estaban justificados, incluso de que eran necesarios. ETA no abandonó la violencia después de una reflexión de carácter moral, sino por razones de carácter estratégico. Ese planteamiento lo comparten unos cuantos políticos en activo. Para ellos, el fin justifica los medios. Ahora ya no hay atentados, pero queda pendiente la tarea de desbanalizar el mal, por resumirlo con una afortunada expresión de Maite Pagazaurtundúa. Y mostrar las historias concretas puede ser un camino para que aquellos que cruzaron libre y voluntariamente la línea roja se den cuenta, recapaciten y se arrepientan. Sólo entonces empezarán a cerrarse de verdad las heridas.
P. ¿Cree que el éxito de Patria o de La línea invisible demuestra que la sociedad ya está preparada para enfrentarse a este periodo oscuro de nuestra historia?
R. Tuve la suerte de codirigir la tesis doctoral de Roncesvalles Labiano sobre Las víctimas de ETA en el cine y la literatura. Es un trabajo magnífico que pone de manifiesto cómo a pesar de la extensa filmografía relacionada con ETA que inauguraron Operación Ogro (1979) o La fuga de Segovia (1981), las víctimas han sido invisibles en la gran pantalla durante décadas. Al parecer, vendían mucho más los jóvenes rebeldes que se echaban al monte para liberar a su pueblo o las dudas existenciales de algunos activistas un poco atípicos que los trece muertos de la cafetería Rolando o el asesinato de Javier Ybarra. Hubo que esperar a Todos estamos invitados —¡2008!— para que el héroe de la tragedia fuese por fin un profesor valiente que denuncia los crímenes de ETA hasta ser perseguido y asesinado gracias en buena medida al silencio, al miedo o incluso al beneplácito de buena parte de su cuadrilla donostiarra. La evolución es relevante porque el cine refleja la sociedad de su tiempo a la vez que alimenta la conciencia colectiva. Pienso que La línea invisible o Patria —tanto la novela como la serie— responden a esa doble realidad: revelan a una sociedad madura y pueden contribuir a fijar un relato honrado y necesario.
P. Usted reconoce en el libro que tiene una capacidad fuera de lo común para empatizar con sus interlocutores, sean víctimas del terrorismo, enfermos terminales o asesinos que cumplen condena. En el caso de estos últimos, ¿es difícil saber dónde está la línea entre entender las razones de una persona y justificar sus actos?
"Hablar con un asesino o un psicópata permite asomarse a algunos misterios profundos de la condición humana"
R. Esa frontera es uno de los condimentos del periodismo, tal y como yo lo entiendo. Pienso que el afán de comprender a los demás y de conocer las razones de sus actos no impide mantener la distancia y dejar a salvo los principios. Además, hablar con un asesino o un psicópata permite asomarse a algunos misterios profundos de la condición humana. Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt, o El adversario, de Emmanuel Carrère, son dos ejemplos casi emblemáticos. No creo que en ninguno de los dos casos queden justificados los actos de los protagonistas. Recuerdo una polémica más cercana cuando Ángeles Escrivá publicó una tremenda entrevista a Josu Zabarte, El carnicero de Mondragón. Sé que recibió algunas críticas. Sin embargo, a mí me ayudó a conocer qué tiene dentro de su cabeza un miembro de ETA que ha asesinado a varias personas.
P. En el libro cuenta cómo pudo desarrollar su labor periodística durante nueve años escribiendo grandes reportajes para los que se preparaba durante días. Este tipo de periodista sigue existiendo pero son la inmensa minoría. ¿Cómo ve la profesión hoy en día en cuanto a la exigencia de inmediatez? ¿Qué cree que se pierde (o se gana) por el camino?
R. La exigencia de la inmediatez me parece peligrosa. A veces se publican informaciones poco contrastadas o con una perspectiva limitada. O se tratan de hacer pasar como noticias hechos que no lo son. La relación entre rapidez y calidad se convierte con frecuencia en una disyuntiva irreductible. Normalmente me asomo a la actualidad a través de Twitter y quizá eso contamine un poco mi balance, pero tengo la impresión de que hay periodistas que se han contagiado de la beligerancia, los prejuicios, la crispación o el cortoplacismo que se observan tantas veces en la política.
"Hay periodistas que se han contagiado de la beligerancia, los prejuicios, la crispación o el cortoplacismo de la política"
P. ¿Cuál o cuáles han sido los entrevistados que más huella le han dejado?
R. He tenido la suerte de entrevistar a personas relevantes y famosas, pero casi siempre me han resultado más interesantes y enriquecedoras las conversaciones mantenidas con gente desconocida que por alguna razón había sido noticia o que quedaba incorporada al curso de un reportaje. Podría citar a Javier Ijurco, a Venancio Amillano, a Eva Lerchundi, a Severino Mendiburu, a María Esther Berrueta, a Martín Aldunzin, y casi nadie sabría quiénes son: todos ellos han llevado una existencia discreta y desconocida, pero a mí me proporcionaron en algún momento la verdadera medida de la humanidad. Hablando de entrevistas, tampoco olvidaré nunca el viaje que hice en 2017 a Niza con cuatro alumnos de la facultad para entrevistar a una superviviente de Auschwitz de 92 años. Tanto la larga conversación que mantuvimos con ella como los dos mil kilómetros de coche que compartimos en apenas 48 horas fueron una experiencia memorable. De hecho, la cuento en otro de los capítulos del libro.
P. En el prólogo, José Miguel Iriberri dice que su época de periodista coincidió con las "décadas de oro" de la prensa en general y del Diario de Navarra en particular. ¿Cómo recuerda el oficio en aquellos años?
R. No me atrevería a decir que se practicaba un periodismo mejor antes de que internet nos cambiase la vida a todos, pero pienso que sí se trataba de un periodismo más auténtico. La relación de los periodistas con la realidad —con los acontecimientos, con los lugares, con los entrevistados, con las fuentes— era más estrecha, más directa, más inmediata. Era obligado seleccionar porque no había espacio para todo. Los periódicos tenían prestigio y la lectura era un hábito muy arraigado, especialmente en comunidades como Navarra. Diario de Navarra llegó a tirar más de 60.000 ejemplares para una población de 500.000 personas. Aún no se había desatado la perversa batalla del clickbait y se preparaban los temas y los titulares con un poco más de perspectiva y de tiempo. Los redactores estaban bien pagados y se invertía en investigaciones o coberturas a medio e incluso a largo plazo. De todos modos, creo que no merece la pena dedicar demasiado tiempo a avivar las nostalgias. Supongo que el periodismo actual aún está sobreponiéndose a los cambios de todo tipo que ha provocado internet. Y quiero creer que poco a poco se terminará de rehacer el modelo de negocio y mejorará la calidad laboral del oficio. Ojalá.
P. De la lectura de sus memorias se desprende que es una persona con una marcada vocación de servicio a los demás, ya fuera como periodista, profesor o amigo. ¿Diría que es el motor de todo lo que hace?
R. ¡Ya me gustaría! Es cierto que el periodismo permite un acercamiento muy directo a personas vulnerables, a gente que ha sufrido situaciones injustas o dolorosas, a víctimas de todo tipo. En ocasiones surgen posibilidades de ayudar o simplemente de acompañar que van más allá del ámbito estrictamente informativo. La docencia también es un campo propicio para escuchar y para echar manos cuando se puede. Y sí, pienso que el afán de servicio es una muy buena brújula para moverse por el mundo. Además, uno acaba comprobando en bastantes ocasiones cuánto de cierto hay en esa frase que los Hechos de los apóstoles atribuyen a Jesucristo: «Hay más felicidad en dar que en recibir».
P. Su propia experiencia desmonta el tópico de que la gente del Opus Dei tiene mucho dinero. ¿Qué otros tópicos sobre la institución son falsos? ¿Cree que la mala opinión que buena parte de la sociedad española tiene del Opus Dei se debe al papel que desempeñaron algunos de sus miembros en el régimen franquista?
"Es un hecho que hubo ministros de Franco del Opus Dei, pero había muchos más taxistas, maestros de escuela, agricultores, enfermeras, parados, amas de casa o periodistas"
R. Conocí el Opus Dei a través de mis padres y del colegio, y nunca descubrí nada que me incomodase o me inquietara. Más bien todo lo contrario: pude comprobar desde pequeño que era una forma comprometida y atractiva de vivir el cristianismo. Las personas del Opus Dei que yo trataba —gente modesta, trabajadora, alegre, normal— tenían poco que ver con esos tópicos que menciona, y que también yo he leído y escuchado muchas veces. Supongo que en España hemos sido y aún somos víctimas de un relato sesgado y a veces malintencionado que procede de los años del franquismo. Es un hecho que hubo ministros de Franco que pertenecían al Opus Dei, pero ni eran representativos del perfil del conjunto ni ocuparon esos puestos por formar parte de la Obra. Y además suponían un porcentaje reducidísimo del total. Había muchos más taxistas, maestros de escuela, agricultores, enfermeras, parados, amas de casa o periodistas. Sin embargo, algunos de los prejuicios que generó aquel relato de ministros y banqueros conjurados en torno a oscuros intereses políticos y financieros todavía siguen vigentes.
P. ¿Qué le llevó con más de 50 años a cambiar de vida y viajar a Roma para hacerse sacerdote? ¿Cómo se manifestó en su caso la famosa “llamada de Dios” que tan pocas personas experimentan en su vida?
R. En mi caso la llamada de Dios viene de lejos porque hace más de cuarenta años que formo parte del Opus Dei. De todos modos, no pienso que esa llamada sea algo infrecuente o exclusivo. Dios tiene un plan para todos los hombres y mujeres, porque a todos nos ha creado y nos quiere. Yo he tenido la enorme suerte de que mis caminos se han ido cruzando con los de personas que me han ayudado a descubrir esa tercera dimensión de la existencia y a darle un sentido trascendente a las ocupaciones del día a día. Aunque me había planteado más de una vez la posibilidad del sacerdocio, la vi de un modo mucho más claro un día de septiembre de 2018: intuí que Jesucristo me animaba a invertir los años venideros tratando de hacer sus veces, transmitiendo sus mensajes, ayudándole a administrar los sacramentos, implicándome de lleno en ese gran hospital de campaña que es la Iglesia —afortunada expresión del papa Francisco—, intentando ser uno más entre los sacerdotes «santos, doctos, humildes, alegres y deportistas» que deseaba san Josemaría.
P. ¿Qué conexión encuentra entre el periodismo y el sacerdocio? ¿Son, como dice en el libro, dos maneras de hacer el bien?
R. Cuando anuncié a mis familiares y amigos que me iba a Roma a estudiar Teología y a discernir la posibilidad del sacerdocio, un veterano reportero curtido en decenas de exclusivas me escribió un mensaje de WhatsApp que aún conservo: «Creo que muchos elegimos el periodismo con el fin de hacer el bien. Y quizás el sacerdocio es un camino mucho más corto hacia ese fin. Y honestamente, tengo la sensación de que lo importante en la vida no es el periodismo en sí, sino llegar a las personas a través de él, ayudar a transformar realidades, mejorar este mundo. Y para esto último hay muchas otras vías. Encomendarse a Dios es una de ellas. Me alegro muchísimo por ti, de verdad». Pienso que es otra manera de verlo. El Evangelio es justamente la «buena noticia» de Jesús. Por tanto, forma parte del trabajo del sacerdote encontrar modos eficaces y atractivos de hacerla llegar a muchas personas, para que se puedan beneficiar de ella.
P. Estas memorias surgen durante el confinamiento por el coronavirus, y a lo largo del libro dice en varias ocasiones que ojalá la pandemia nos haga mejores colectivamente. ¿Cree que ha sido así?
R. Empecé a escribir el libro los primeros días de marzo de 2020, cuando en Italia se decretó el primer confinamiento. En aquel momento, el mundo aún trataba torpemente de frenar el avance de un virus que se extendía a toda velocidad por Europa. Y puse el punto final en febrero de 2021, cuando ya se habían contagiado 108 millones de personas y 2,3 habían fallecido. Entre esas dos fechas mis expectativas cambiaron mucho. Al principio sí que albergué la esperanza de que la pandemia nos pudiera servir para reordenar las prioridades, para resetearnos moralmente, para mejorar un poco. Pero con los meses se fueron desdibujando mis ilusiones. A veces me entra la duda de si hemos estado a la altura de los acontecimientos. No lo sé. Quizá haya que esperar más tiempo para valorar estos dos años tan complejos y tan inéditos. En su novela La peste, Albert Camus describe las diferentes actitudes que adoptan los vecinos de Orán ante una desgracia colectiva análoga a la nuestra. La enfermedad es para algunos de ellos un estímulo moral, una llamada a dar lo mejor de sí mismos. El doctor Rieux admite al final del libro que hay algo que se aprende en medio de las plagas: «Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio». No tengo ninguna duda de que también ahora ha habido muchas personas que se han manejado de un modo generoso y heroico. Me quedo con eso.