'La última función', de Luis Landero: una novela quijotesca con una loca aventura campestre
El escritor aporta a su nuevo libro una divertida trama argumental y la perspectiva de un relato popular, un cuento que se narra en voz alta.
6 febrero, 2024 01:44Un tópico sostiene que los autores siempre escriben la misma obra. Este lugar común contiene un velado juicio negativo que insinúa un déficit de creatividad y una caída en la rutina. Mas no tiene por qué entenderse así. También puede suponer el reconocimiento de una perseverante manera de ver el mundo, de una fidelidad a un modo esencial de concebir y recrear la vida. En este sentido positivo, pocos autores habrá a quienes quepa aplicarles la etiqueta como a Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948).
Landero fundó hace ya siete lustros su personal terreno literario con su magnífica primera y sorprendente novela, Juegos de la edad tardía. Lo revalidó con firmeza pasados solo unos pocos años en Caballeros de fortuna. Y desde aquellas obras seminales no ha hecho sino ampliarlo y consolidarlo en una decena más de títulos de cadencia reposada y regular, y bien acogidos por lectores y crítica.
Esa ópera prima abordaba las ilusiones humanas. Dicha querencia genérica tiene en Landero la dimensión de conflictos íntimos no desgarradores que se muestran con una mirada compasiva, con sólido y comprensivo afecto del autor hacia sus personajes, salvo en la reciente Lluvia fina, novela amarga y oscura donde se impone la desgracia y la degradación. Fue este libro desolador un paréntesis ocasional y hoy vuelve Landero por sus fueros en La última función.
Continúa con su gran tema, leitmotiv de su mundo literario, el apremiante logro de las ilusiones, que aquí, en una historia que bascula entre la verdad y los espejismos, se saldará con la trasmutación de las vidas de los dos principales personajes, hasta el momento vanas y tristes y a partir de ahora galvanizadas de cara al futuro.
Regresa, además, a este leitmotiv de su mundo literario con una aproximación del todo cervantina. Por la empatía con que los mira y porque los pone en una situación del todo quijotesca. Si al hidalgo manchego los libros le cambiaron su vida de rentista rural, a los protagonistas de esta novela se la cambia la pasión por el teatro.
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La última función es una novela de cierta amplitud coral habitada por un buen número de personajes que, como suele ocurrir en el autor, tienen el valor de proporcionar una materia humana sugestiva y curiosa. Se sitúan en dos ámbitos. Unos, en la ciudad, Madrid. Otros, en un medio rural, San Albín o Montealbín, un imaginario pueblecito de la sierra pobre madrileña, lindante con Guadalajara y Segovia. Aquellos representan los modos de vida urbanos corrientes. Los otros, poco más que una panda residual de vecinos, personifican la vida desalentada de las localidades campestres en proceso de extinción.
De nexo entre ambos ámbitos sirven los protagonistas, Tito y Paula, quienes, cada uno por su cuenta, a propósito o por azar, se desplazan de la capital a San Albín. Ernesto Gil Pérez se ha dedicado profesionalmente en Madrid a regentar una gestoría heredada. Sin colmar un insólito prototipo de gestor bohemio, se ha contentado con sortear el comecome de su comezón artística por el teatro, con lograr pequeños éxitos y alimentar en su alma el fuego del arte.
Paula, indecisa acerca de su destino profesional (duda nada menos que entre estudiar Veterinaria o Bellas Artes, o ser actriz o periodista), padece en su fuero interno por haberse convertido en contra de sus deseos íntimos en empresaria y mujer de acción y por una relación sentimental nada gratificante. En suma, dos descontentos o desilusionados que mantienen viva su fe en una existencia ideal y a quienes el encuentro fortuito en el pueblo les abre unas renovadas expectativas.
Esta posibilidad, unida a una previsible historia de amor, se produce al implicarse ambos en la recuperación de un viejo rito, la representación dramatizada colectiva de la leyenda de la Santa Niña Rosalba. El antaño famosísimo espectáculo ha sufrido la carcoma del tiempo pero Tito, con la ayuda de la presunta famosa actriz Paula, se propone rescatarlo. Lo hará por las vivencias infantiles que le despierta y porque será un modo de regenerar en lo económico el abatido pueblo. El plan despierta el entusiasmo de las autoridades y del vecindario y se lleva a cabo con éxito.
Los protagonistas seducen por su ambivalencia entre el desamparo, la actividad frenética y las vanas ilusiones
Tras esa última función de los protagonistas a la que alude el título del libro se abrirá un presumible tiempo nuevo. Semejante ideación genérica se beneficia de una marca de actualidad de corte realista. Es un acierto de Landero vincularla a un motivo tan urgente como el de la llamada España vacía.
A lo mucho que se viene escribiendo en nuestra ficción sobre la decadencia irremisible de la sociedad agraria le aporta Landero, además de una atractiva y divertida trama argumental, la original perspectiva de un relato popular, un cuento que se narra en voz alta, una especie de los también desaparecidos filandones que convocan a los oyentes para narrarles cómo sucedieron las cosas entre el invierno y la primavera de 1994 tras que Tito llegara a San Albín y entrara al bar restaurante Pino a tomar algo.
Este detalle costumbrista se despliega como una fábula en la que debemos sospechar que bajo la capa del narrador portavoz de los testigos se esconde el propio Landero y de este modo le da cercanía y cordialidad a los sucesos.
Tito y Paula repiten situaciones y dilemas habituales en la narrativa de Luis Landero. En sus obras se reitera un término que las sintetiza, “afán”, con el sentido de deseo intenso o aspiración de algo. En La última función no falta este mot clef, que justo aparece en la última página del libro, pero aquí se sustituye por otra palabra, “sueño”. La encontramos bastantes veces y alcanza el valor de símbolo de una peripecia humana esencial. A ilustrarlo una vez más dedica Landero esta nueva novela, y lo hace con una declaración sorprendente por lo explícita.
Una prosa minuciosa y precisa, de amplio fraseo sintáctico y gran riqueza léxica brilla en esta novela del escritor solvente que es Landero
Ese narrador que es su alter ego explica que hay muchas historias que cuentan siempre la misma historia: “el caso singular de un vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la inmisericorde realidad, con todo lo que eso tiene de heroico, de lastimoso, de inútil, de cómico, de trágico y hasta de ridículo, según el sueño sea o no más fuerte y verdadero que la realidad misma”.
A qué fin, pues, podemos preguntarnos, ¿volver a contar esa historia, volver a dedicarle una novela? Landero lo justifica y se justifica: “aunque se trata de un asunto viejo, resulta siempre nuevo, porque cada vida humana lo hace suyo, como si fuese cosa de estreno”.
Landero es siempre un escritor solvente y un narrador interesante. Brilla también en esta última novela suya una prosa minuciosa y precisa, de amplio fraseo sintáctico y con la riqueza léxica que muestra su gusto por las largas enumeraciones.
Los protagonistas seducen por su ambivalencia entre el desamparo, la actividad frenética y las vanas ilusiones, y nos agarran y emocionan con la vivencia de ese primordial anhelo de nuestra especie que consiste en pretender un mundo mejor. Las aventuras narradas divierten por el humorismo que las colorea. La última función amplía el bien reconocible universo Faroni con una aventura campestre bastante loca.