"Mis primeros juegos": seis escritores ante sus recuerdos y deseos olímpicos
Alba Carballal, Miqui Otero, Jesús Ferrero, Sabina Urraca, Lorenzo Silva y Mar García Puig revelan también qué gesta les impresionó más.
26 julio, 2024 01:04Los escritores Alba Carballal, Miqui Otero, Jesús Ferrero, Sabina Urraca, Lorenzo Silva y Mar García Puig toman la palabra para revelarnos cuál es su primer recuerdo de unos Juegos, qué gesta les impresionó más y cuál es su deseo para los de París que ahora comienzan.
Una nebulosa de gimnasia y kaslimón
Alba Carballal
No sé si tengo un primer recuerdo nítido de unas primeras Olimpiadas, pero sí una nebulosa de gimnasia rítmica, kas limón, atletismo, calippos, taekwondo, chapuzones, waterpolo y ensaladilla. Aunque sí recuerdo la fascinación ante el encendido del pebetero de Sídney 2000.
De lo que no tengo dudas es de mi recuerdo imborrable: la final masculina de baloncesto de Pekín 2008. Por aquel entonces yo era una jugadora del montón (pero muy esforzada, eso sí) de categoría junior, y claro, la eñemanía me pegó duro. Aquello me importaba como pocas cosas me han importado en la vida. Yo quería ser Juan Carlos Navarro, pero supongo que la falta de talento me volvió escritora.
Veníamos de ser campeones del mundo en 2006 sin cruzarnos con Estados Unidos y las Olimpiadas serían la prueba de fuego. Perdimos, pero aquella final todavía es uno de los partidos más bellos que he visto en mi vida. Cuando terminó, uno de mis entrenadores, Manuel Felpeto, me mandó un sms que ponía: "Después de esto, el resultado es lo de menos". Y resulta que, como casi siempre, tenía razón.
Dado que los Juegos me van a pillar de viaje en Japón… ¡a ver si los nipones o las niponas dan la campanada en fútbol, y se monta un buen sarao en Tokio!
Sobredosis de Cola Cao de Ben Johnson
Miqui Otero
El momento que más guardo no tiene que ver con un récord deportivo, sino con la ceremonia de clausura. Allí se hizo una especie de homenaje a la rumba. Peret y compañía son de la calle de la Cera, muy cerca del piso donde crecí, y yo los solía ver en el bar Els 3 tombs. Y de repente ahí estaban, escuchados por todo el planeta Tierra. Cuando los atletas del Este subieron a bailar al escenario, Peret, que tenía ahí a sus nietas, les gritó: "¡Ojú amb les nenes!". Eso se comentó mucho en casa y en el barrio.
Recuerdo la sensación agridulce de los cien metros de Seúl 88. Carl Lewis ya era El Hijo del Viento, que a mí, a los siete años, me sonaba como a retoño de un dios griego que hubiera bajado a conocer (en la acepción bíblica) a una humana. Sin embargo, mis ojos veían como un tipo musculoso y achaparrado lo dejaba atrás. Horas después se supo que Ben Johnson iba dopadísimo. Le pregunté a mi padre. "Ha tomado demasiado Cola-cao", me dijo.
Me impactó mucho. Desde entonces, velocidad y vergüenza aparecen juntas en mi cabeza, sobre todo cuando escribo demasiado rápido. Pero al lío: en París me encantaría un golazo de Fermín en la final de la prórroga de fútbol o un baile sinfónico de la selección femenina del mismo deporte.
Un motor en la noche
Jesús Ferrero
Un motor rugiendo en la noche. Es la moto de mi padre. La radio del vecino está diciendo que acaba de morir Joaquín Blume en un accidente de avión. Adiós al sueño olímpico. Yo tenía seis años. Bastantes años después pensé en él y en la desgracia que supuso para él encarnar la idea de lo que pudo haber sido y no fue.
Era uno de los favoritos para las Olimpiadas de Melbourne, a las que España se negó a acudir por la presencia de la Unión Soviética, que acababa de invadir Hungría. Blume estuvo a punto de hacerse alemán (su padre lo era) para participar, pero le convenció Samaranch, cuya intervención fue providencial para que Barcelona consiguiera su Olimpiada. Toda una fábula sobre sueños rotos y renacidos.
Supongo que la primera Olimpiada que recuerdo es la de Tokio. En España todavía persistía un cierto olor a posguerra y yo no veía con buenos ojos el deporte, que saturaba los domingos, que los ahogaba en emociones que se me antojaban espurias y que me creaban desconfianza. Para mí aquella Olimpiada va unida, junto al fútbol y a los toros, a la indigerible estética del desarrollismo y a un mundo desangelado y triste. Los mejores recuerdos que tengo de unas olimpiadas son, paradójicamente, algunas secuencias de la película Olympia.
Comaneci, suprema belleza y fiereza
Sabina Urraca
De niña vi unas imágenes antiguas en un documental de la tele. Contaban que en los 70 se había enviado al espacio una cápsula con información para explicarle a una posible presencia extraterrestre cómo era la Tierra y cómo éramos los humanos. Mostraron un vídeo contenido en esa cápsula: eran imágenes de Nadia Comaneci en las olimpiadas de Montreal de 1976. Caí fulminada ante esas imágenes de suprema belleza y fiereza.
Recuerdo algo que me pareció una gesta increíble: la historia de Eric Moussambani, el nadador de Guinea Ecuatorial que compitió gracias a un sistema de ayudas a países en desarrollo. Había empezado a entrenar pocos meses antes. Se quedó paralizado en medio de la piscina. Tengo grabadas en la mente esas imágenes de estupor absoluto. Y aun así ganó, porque sus contrincantes salieron antes de tiempo y fueron descalificados.
No estoy segura de si sabía hasta ahora que iba a haber Juegos Olímpicos en París. El deporte televisado y la competición me dan un poco igual. Mi querencia por lo olímpico se sustenta en detalles anecdóticos: momentos dramáticos, el maillot de estrellas de Simone Biles en Tokio. Y esa fascinación por los cuerpos dañados por perseguir lo sobrehumano. Es algo que como tema me apasiona.
La España plural en el cajón
Lorenzo Silva
Mi primer recuerdo olímpico data de las Olimpiadas de 1972, las de Múnich. Recuerdo haber sabido así de la existencia de la capital bávara, recuerdo mi primera imagen –en blanco y negro, mi familia todavía no tenía tele en color– de los atletas en la pista y, sobre todo, los gimnastas en los aparatos, que me hacían pensar en los de mi colegio público, el ya cerrado Atenas, de Madrid, donde luego nos dieron clase dos reputados gimnastas, José Ginés y Agustín Sandoval.
Ambos, por cierto, lograron la clasificación para esas olimpiadas, donde quedaron en los puestos 96 y 91. Y recuerdo la figura de Mark Spitz, cuyo nombre, tras sus siete medallas, se convirtió para los niños de mi generación en sinónimo de extraordinario nadador.
Después de la experiencia de la selección española de fútbol en la Eurocopa me gustaría que el mayor número posible de los 11 clasificados para deportes por equipos alcanzasen el oro (o la plata, o el bronce). Y que cuando suban al cajón se vea allí mezclada gente de diversos colores de piel, de diversas procedencias e ideologías, y cuantos más vascos y catalanes mejor, todos con el chándal de España. Porque juntos valemos más que empeñados en repudiarnos unos a otros, a ver si nos enteramos.
Figurante de la Fura en el 92
Mar García Puig
Mi primer recuerdo vinculado a unos Juegos Olímpicos fue previo a su celebración. Es el famoso "à la ville de Barcelona" de Samaranch. Como barcelonesa, esa frase y todo lo que vino después forma parte de mi biografía sentimental y geográfica. Paradójicamente me recuerda a la Barcelona preolímpica, al espacio de mi primera infancia de la que ya queda tan poco.
Es un recuerdo agridulce, porque con el tiempo se ha convertido en el momento en el que siento que se perdió la ciudad tal y como la conocíamos para entregársela al turismo voraz y la especulación. Pero hay también un poso de ilusión. Me impliqué en esos Juegos y participé como figurante en su inauguración, en el espectáculo de la Fura dels Baus, Mediterráneo, mar olímpico. Fue la primera de las muchas intersecciones entre cultura y deporte que viviría en mi vida.
Más allá de si se la lleva o no, me gustará ver a la sablista española Lucía Martín-Portugués luchando por la medalla. Como ella misma ha querido contar, sufre de epilepsia. Aunque suelo huir de los discursos inspiracionales naifs, sí que es cierto que ver a una persona con una enfermedad neurológica competir a este nivel despierta una esperanza que no podemos desperdiciar.