Deborah Levy señala la masculinidad tóxica en su novela, sobre una pianista que habla con su doble
'Azul de agosto' aborda la agonía y la acción de las mujeres en un mundo patriarcal y constituye una metáfora explícita de la rebelión femenina.
29 julio, 2024 01:15En la obra de Deborah Levy (Johannesburgo, 1959) determinados elementos se repiten en configuraciones siempre nuevas: la natación, las abejas y el silencio, la ruptura y la recuperación, el patriarcado. Estos temas son tan constantes en la variada obra de esta escritora británica –que incluye poesía, teatro, memorias y novelas (dos de las cuales han sido finalistas del Premio Booker)– que su verdadero medio podría llamarse recomposición.
En la última novela de Levy, Azul de agosto, la recomposición musical se convierte en la metáfora explícita de la rebelión y la reinvención femeninas. Con referencias a las primeras inyecciones y a los confinamientos intermitentes, la historia parece estar ambientada en 2021 y capta algo del aturdido renacer del yo social durante esa época de desenmascaramiento gradual, mientras el mundo avanzaba a tientas hacia una resiliencia vacunada.
Pero la última visión de Levy sobre la agonía y la acción de las mujeres en un mundo patriarcal, con toques de realismo mágico salpicados sobre una caricatura de la escena musical clásica, se lee menos como una novela y más como un manifiesto.
La protagonista de Azul de agosto es una virtuosa británica treintañera que acaba de sufrir una crisis nerviosa en medio de una interpretación del Concierto para piano nº 2 de Rajmáninov en Viena. Durante algo más de dos minutos deja de seguir la partitura y toca una música que le viene de manera espontánea, antes de abandonar el escenario.
La célebre pianista, de repente en paro, entra en un periodo de introspección mientras viaja entre Atenas, Londres, París y Cerdeña, da clases particulares, lidia con los recuerdos de un trauma infantil enterrado y mantiene conversaciones imaginarias con una misteriosa doble a la que vio por primera vez en Grecia.
En un rastrillo de Atenas, esta otra mujer le arrebató dos caballitos mecánicos que la pianista también quería. Estos caballos de juguete, que hacen cabriolas en círculo cuando se les levanta la cola, eran los últimos de su tipo, y la pianista se obsesiona con volver a ver a los caballos y a su nueva dueña. Mientras persigue por toda Europa lo que podrían ser visiones alucinatorias de su doppelgänger, se aficiona a ponerse el sombrero que la misteriosa mujer dejó caer en el mercado.
De hecho, la pianista cambia de sombrero varias veces a lo largo de la historia, como hija, gemela y madre sustituta de sus alumnos. De niña, fue criada por una familia de acogida antes de ser adoptada por un pianista y pedagogo legendario, ahora enfermo. El mundo le ha mostrado qué es –un prodigio–, pero antes de poder volver a tocar debe averiguar quién es. Incluso su nombre, Elsa M. Anderson, es una invención de su profesor: en sus papeles de adopción aparecía como Ann.
A los lectores con niños le vendrán a la mente las hermanas Elsa y Anna –una glacialmente brillante, la otra dolorosamente empática– de la película Frozen, basada en un cuento de Andersen. Aquí, también una heroína tiene que canalizar sus poderes, enfrentarse a su sombra y aprender a liberarse. Si un cuento de hadas necesita un villano, Levy lo encuentra en forma de mundillo de la música clásica, que, según el estereotipo habitual, produce profesionales atrofiados desde el punto de vista de la creatividad y condenados a ejecutar textos escritos por otros.
No es de extrañar que Elsa se sienta atraída por esos caballitos mecánicos. De ella también se espera que haga piruetas con solo pulsar un botón. Incluso sus manos son una mercancía: están aseguradas con una póliza que dicta lo que puede hacer con ellas. El director de la pieza de Rajmáninov es un matón.
Cuando Elsa se aparta de la partitura, hace alarde de su exasperación "golpeándose la cabeza con la batuta, encogiéndose de hombros con desesperación, haciendo reír al público". En el mundo real, los lapsus de memoria en la música son habituales. Los intérpretes afectados suelen improvisar algunos compases hasta que la memoria hace clic. Pero Elsa nos dice que sus manos "se niegan" a tocar para el director.
La conexión entre esta escena de un concierto sin alma y el clima más amplio de masculinidad tóxica es explícita. Cuando los hombres elogian el aspecto de Elsa, le dicen cosas como "Eres una máquina de matar en bikini". En París, un turista en una mesa vecina le dice que quiere lamerla.
Levy puede esbozar una escena con unas pinceladas precisas y conjurar la emoción en una página
También los alumnos adolescentes de Elsa tienen que hacer sonar los compases de la música que se les ha asignado. Marcus, que es no binario, prefiere bailar al ritmo de Schubert imitando a Isadora Duncan antes que aprenderse la música. Esto enfurece al padre. "Parecía", reflexiona Elsa, "que su padre ya había escrito la composición de su hijo". Aimée, por su parte, confiesa a su profesora que el médico de la familia abusó de ella. Cuando Elsa intenta hablar con la madre de la niña, queda claro que solo le interesan las notas musicales que produce su hija.
A medida que Elsa viaja por Europa y los recuerdos afloran en el silencio que se ha apoderado de su carrera, se vuelve evidente que necesita llegar a un acuerdo con su enmarañado linaje antes de poder escribir su propia música, la nueva composición que se insinuó por primera vez durante el concierto de Viena. Por el camino, el libro ofrece destellos del talento de Levy como estilista.
Puede esbozar una escena con unas cuantas pinceladas precisas y conjurar la emoción a partir del espacio en blanco de la página. La llamada y respuesta recurrentes entre Elsa y su alter ego se convierten en un estribillo musical que adquiere tonalidades siempre nuevas. Las familiares referencias a la natación y a las abejas se filtran en la trama como temas recurrentes.
Para ser una escritora tan comprometida con derribar los estereotipos, es una lástima que Levy tenga que esbozar los suyos propios con un trazo tan grueso. El reto de la autenticidad en el arte es un buen tema: Miles Davis dijo una vez que "lleva mucho tiempo sonar como uno mismo". Pero la improvisación no forma parte de la recuperación de Elsa, aunque dada la afinidad de Levy con las metáforas acuáticas, habría estado bien verla divagar sobre el concepto de flujo.
Con Elsa probando tantas identidades, podría haberse extendido en una serie de variaciones para piano en lugar de fugarse de un concierto. En última instancia, la novela de Levy trata más de ajustes de cuentas que de libertad creativa. En ese sentido, la pieza que expulsa a Elsa la prodigio y hace que nazca Elsa la compositora tenía que ser el Segundo de Rajmáninov: una pieza del repertorio estándar.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips