Un espacio de televisión ha biografiado a Pepa Flores devolviéndola a la actualidad. Recuerdo un día que me llamó José Frade, uno de los hombres más serios e importantes que ha dado el cine español, y me dijo: “La chica del molino rojo está teniendo un gran éxito. A Marisol le gustaría mucho conocerte. Os invito a cenar”. Pensé por supuesto que no sería verdad lo de Marisol.
En aquella época dirigía yo el dominical del ABC verdadero que lo era casi todo en el mundo del espectáculo. Acepté la invitación encantado. Durante tres largas horas mantuve una conversación para mí muy interesante con Marisol, convertida ya en Pepa Flores, vigilia de la espuma, quebradiza la palabra, la cara llena de ojos azules, el pelo despierto, lecturas de calderilla literaria, conocedora en plena juventud del lecho de ese río por el que han discurrido todas las aguas, los lodos todos.
A los pocos días hablé con José Frade. Me preguntó por la impresión que había sacado de la actriz. “Es verdad que canta bien –le dije–. Es verdad que baila con personalidad. Es verdad que se ha convertido en una actriz considerable. Es verdad que es atractiva. Pero, sobre todo, me pareció una mujer de extraordinaria inteligencia, de malherida inteligencia. Y procura, querido Pepe, aprovechar el éxito con ella. Porque la impresión que saqué es que está harta de todo, que no puede soportar el mundo del espectáculo, tampoco la popularidad, y que en pocos años huirá de los fuegos artificiales como han hecho otras actrices de gran éxito”.
Cuando Pepa Flores abandonó a Marisol, incendió a todos al elevar la temperatura sexual con la desnudez insólita en una revista provocadora
En una cena en ABC salió el tema de Marisol y la significación social que había tenido en su niñez y en su adolescencia. Julián Marías, uno de los grandes filósofos de la pasada centuria y gran conocedor de la dimensión intelectual del cine, tomó la palabra y afirmó: “O roja o monja. Se hará comunista para afirmar su personalidad; o se hará monja para olvidar la parafernalia que ha vivido de niña”.
Cuando Pepa Flores abandonó a Marisol, incendió a todos al elevar la temperatura sexual con la desnudez insólita en una revista provocadora. Robusteció luego su musculatura política en la Cuba de Castro, refugiándose en la palabra sacrificial y moviéndose sobre la andrajosa vida pública como el arado uncido a su mancera.
Mantuve yo en la Real Academia Española, muchos años después, largas conversaciones con aquel genio que se llamó Fernando Fernán Gómez. Y una tarde, Emma Cohen, que pasó a recogerlo, mencionó a Marisol. “Sin bromas –afirmó muy serio Fernando– Pepa Flores es una actriz de verdad, una gran actriz”.
Salvando todas las distancias, Greta Garbo, que odiaba los fastos de Hollywood, llegó a decir con palabras despiadadas al retirarse de una vida que la agobiaba: “Que me dejen en paz, quiero estar sola”. Así lo afirma Antoni Gronowicz en su penetrante biografía de la actriz. Sólo tenía 36 años cuando se escondió del mundo para rechazar más tarde el Oscar honorífico que le otorgaron y retirarse entre muebles de época y cuadros de Renoir, Kandinski, Bonnard…
Aquella Marisol, en fin, que despertó la admiración general en los años aburridos de la dictadura, a la que admiró incluso un gran periodista como José Luis Cebrián, miembro del Opus y eficaz director en su día del diario ABC, aquella Marisol convertida en Pepa Flores, actriz destacada en el cine del posfranquismo y hostil a la general idiocia de la sociedad española, ha demostrado su gran inteligencia al esconder la oscura herida del alma que, todavía sin cicatrizar, la mantiene en la oscura penumbra del olvido como los tres monos de Nikko: no oye (Kikazaru); no habla (Iwazaru); no ve (Mizaru).
Y podría resumir con los Upanishads su entendimiento actual de la vida y de la muerte: “Hazme ir del no ser al ser; hazme ir de la oscuridad a la luz; hazme ir de la muerte a la inmortalidad”.