'Las formas débiles': Elisa Díaz Castelo y Adalber Salas, poesía a cuatro manos y hambre de realidad
- La pareja establece un diálogo sobrio y contenido a partir de una serie de palabras y conceptos que invitan al juego y la comparación.
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El diálogo tácito o explícito entre poetas que además han sido pareja tiene una breve tradición en la poesía moderna: recordemos a Robert y Elizabeth Barret Browning o, más cerca en el tiempo, a Ted Hughes y Sylvia Plath (varios de los poemas de Cartas de cumpleaños de Hughes parecen querer matizar la visión feroz de Plath en Ariel). Pero es raro encontrar libros de poesía escritos a cuatro manos.
En el ámbito angloamericano, que es un poco mi especialidad, solo recuerdo The Hermaphrodite Album (1973), de Peter Redgrove y Penelope Shuttle, experiencia pionera (pero sin continuación) que tuvo la virtud de abrir formal y temáticamente la obra de ambos.
Ahora nos llega Las formas débiles, firmado por la poeta mexicana Elisa Díaz Castelo (1986) y el venezolano Adalber Salas Hernández (1987). A pesar de su juventud, los dos tienen una amplia obra a sus espaldas y han desarrollado una labor admirable como traductores: Salas, en concreto, está empeñado en acercar a nuestro idioma los hitos de la literatura caribeña contemporánea (É. Glissant, Patrick Chamoiseau, Jamaica Kincaid, etc.).
Las formas débiles es testimonio de una alianza que rebasa lo creativo, pero que se sustenta y toma cuerpo en la escritura. A diferencia de El álbum hermafrodita, que borraba las huellas de la autoría para crear un libro unitario, Díaz Castelo y Salas establecen un diálogo con nombre y apellidos a partir de una serie de palabras y conceptos que invitan al juego y la comparación. Términos como piedra, síntoma, pájaros, neutrinos o radiación de fondo, y así hasta 23, son puntos de partida que cada cual explora a su manera.
El producto final es una cornucopia deslumbrante de formas, temas, abordajes y estrategias de exploración. Si algo comparten nuestros autores es justamente una actitud abierta y generosa ante el mundo, una voluntad de ir a su encuentro sin repliegues protectores, con las armas de la imaginación y la palabra. Por suerte, siguen teniendo hambre de realidad y ganas de saciarla.
Este hambre se traduce en una escritura dilatada, capaz de tomarse su tiempo para sondear a gusto cada palabra/concepto. Poemas largos, de amplio desarrollo, pródigos pero no caudalosos, porque hay una sobriedad en el decir, una contención expresiva, que impide cualquier asomo de arbitrariedad o autocomplacencia. Pocas veces me ha sido dado leer, en la poesía joven en nuestro idioma, una aleación tan lograda y memorable de inventiva y fuerza verbales, de riqueza en imágenes y don para la palabra justa: más entrecortada y violenta en Díaz Castelo, más discursiva y fluida en Salas Hernández.
Si la primera recurre a toda clase de estrategias formales para dar cuenta de su relación conflictiva con el mundo, el segundo parece más cómodo con el verso tradicional, aunque a veces ensaye el poema en prosa. Tampoco hay una división clara: uno de los placeres del libro es ver cómo el diálogo va "contaminando" la escritura de ambos, hasta qué punto los tonos peculiares de cada cual se van transfiriendo furtivamente a su interlocutor.
La naturaleza del juego hace que estos poemas suelan tener un arranque de carácter "objetual": es decir, se parte de un algo, una cosa, una idea, pero pronto la escritura tiende sus garfios simultáneamente al adentro y al afuera, al espacio del yo –la memoria familiar y personal, la percepción subjetiva– y al espacio físico, objetivo, esa porción de mundo capaz de ser transformada por la imaginación.
Un ejemplo es "Piedra", convertido por Salas en un cuento angustioso como de Cortázar y por Díaz Castelo, más expresionista, en un correlato de la incomodidad del yo, en pugna con sus circunstancias. El resultado, magnético en ambos casos, da el tono del conjunto. No se lo pierdan.
El síntoma aparece por la noche, trata
de no hacer ruido al entrar en mi cuarto
pero escucho sus huesos cariados
armarse contra mi desvelo.
Se sienta al borde de mi cama y habla
en el lenguaje de los animales extintos.
Su corazón, acompasado al mío,
late en un semitono más amargo.
Me enseña cómo lograr que rimen
las cosas inciertas y produce
un coloquio de termómetros.
Enciendo la lámpara: se rompe
la oscuridad de un lado al otro.
El síntoma estornuda en el envés del codo.
[…]