Image: El Tío Tungsteno

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Ensayo

El Tío Tungsteno

Oliver Sacks

4 septiembre, 2003 02:00

Oliver Sacks. Foto: Bill Thompson

Tr. D. Alou. Anagrama. 353 pp, 17’50 e. Paul Strathern: El sueño de Mendeléiev. Tr. A. Resines y H. Bevia. Siglo XX. 269 pp, 17’43 e.

Dos libros de argumento similar, aunque de distinto y hasta encontrado talante, escritos con singular amenidad y que de alguna manera me han reconciliado con una ciencia, la química, que no había sido santo de mi devoción, quizá porque no me la enseñaron bien de pequeño.

En ellos, y con cierto paralelismo, se va recorriendo su historia, más convencional en el de Strathern y con un toque original en el de Sacks. En efecto, él nos la cuenta tal como la ha ido construyendo en su proceso educativo: en cierto modo, dice, "revivía la historia de la química en mí mismo, redescubriendo todas las fases por las que había pasado". Y lo hace de la mano de un tío suyo, al que llaman "tío Tungsteno", porque tiene una fábrica de bombillas con filamento de ese metal; él le va iniciando no sólo en lo que al mismo apreciado metal se refiere sino en otros muchos secretos de la química que absorbe con avidez.

Estos "recuerdos de un químico precoz", como subtitula su libro, nos llevan por cada uno de los pasos que en su aprendizaje va andando. Al principio de un modo forzosamente experimental, y así nos describe su gozo de ver colores, sentir olores, manejar una sustancia o admirar la forma de un cristal. A medida que va creciendo asciende a estadios posteriores de la evolución de la química, ahora mediante la lectura de pasajes decisivos: descubre a Dalton y su teoría atómica, la tabla periódica que Mendeléiev basa en la reactividad química y Bohr en la estructura atómica, hasta alcanzar la teoría cuántica de Planck. Así llega a los 17 años y nota que gradualmente, casi sin darse cuenta, la química ha dejado de interesarle. Después de la bomba atómica sentía que la física nuclear no podría recuperar la inocencia de los días de Rutherford y de los Curie. Y aquella química que le había apasionado, fuente para él de asombro y deleite, había dejado de ser la descriptiva y empírica del siglo XIX para liberarse, en la época cuántica, de la necesidad de experimentar sabiendo de antemano cuál va a ser el resultado del experimento. Aquello equivalía a residir en un mundo sin olores ni colores, como el de la matemática. En consecuencia, y siguiendo a sus padres y hermanos, se hace médico, neurólogo, y ahí acaba la aventura de su niñez y adolescencia. Sin embargo, al recrearla ahora, no puede disimular cómo disfrutó viviéndola y nos lega, reproducida en pequeño a través de su propia experiencia, la historia de aquella ciencia que tanto le subyugó.

Historia que nos viene a repetir el libro de Strathern pero con una intención casi opuesta: porque lo que quiere es narrar el progreso hacia esa formalización que aburría a Sacks, dirigirnos a la conquista del método científico. La química incipiente, que había padecido errores como los cuatro elementos, el flogisto, etc., veía que su camino estaba en la experimentación: había que volver la mirada hacia los que más sabían de ello, los alquimistas; abordar la alquimia de un modo racional transformándola en una ciencia es la propuesta de Bacon. Luego Boyle pide confirmar por medio de pruebas las verdades descubiertas por el razonamiento deductivo. Llega el turno de Lavoisier que introduce un sistema lógico de nomenclatura y una especie de lenguaje algebraico para las reacciones químicas; gracias a él la química puede disponer, como la matemática, de un lenguaje universal, y junto con sus otros logros -conservación de la masa, definición de elemento, teoría de la combustión-, orgánicamente entrelazados, alumbra una refundación revolucionaria de la química. Proust descubrirá que los elementos se combinan en proporciones discretas y Dalton la composición de los átomos y la unicidad de la masa atómica. Pero a los ojos de muchos seguía la química sin alcanzar la mayoría de edad: parecía sólo un compendio de conocimientos prácticos y de datos no siempre relacionados entre sí, carente de un principio regulador. Encontrar esa organización global que abarcase y relacionase todos los elementos era la obra de un genio y sólo fue posible por el descubrimiento de Mendeléiev: desde entonces, se ha dicho, puede afirmarse que la química es en verdad una ciencia. Con la tabla periódica, igual que había sucedido con los axiomas de la geometría, la física newtoniana y la biología darwinista, la química tenía ya una idea central sobre la que construir un tipo nuevo de ciencia. Entre su afición a hacer solitarios, que le sirve de modelo, y ese sueño que pareció iluminar sus laboriosas meditaciones sobre el tema, la clasificación de Mendeléiev desvelaría igualmente el plan del universo.

De estas dos presentaciones de la química, mi gusto personal, tal vez mi deformación profesional, se decanta por el libro de Strathern. No recuerdo si fue Unamuno el que motejaba a los científicos diciendo que la primera cosa que se empeñan en hacer es definir y clasificar. Pues claro. Pero esa preferencia no empaña el placer con que he leído también el libro rebosante de entusiasmo de Sacks, el sobrino de "Tungs- teno".