Image: Memorias de mi vida

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Ensayo

Memorias de mi vida

Giorgio de Chirico

2 septiembre, 2004 02:00

G. de Chirico: Autorretrato (1953)

Traducción de Sofía Calvo. Síntesis. Madrid, 2004. 335 páginas, 15’50 euros

Como su hermano Alberto Savinio, Giorgio de Chirico (1888-1978) alternó la pintura con la escritura, aunque dándole a esta última un preciso valor de "autorretrato" vindicativo, exactamente el mismo que infundió, ya como pintor, a sus autorretratos "clásicos" de posguerra.

Con unos y otros, De Chirico perseguía unos objetivos bien precisos: documentar su vida y obra como un proceso de constante aprendizaje y perfeccionamiento, en pos de saberes que los artistas de la modernidad habían olvidado; denunciar la miopía y el oportunismo de críticos y marchantes, empeñados en reducir su obra al llamado período "metafísico", inaugurado antes de la primera guerra mundial y superado en los albores de la segunda; denostar, consecuentemente, todo vanguardismo, y proclamar su propia genialidad y la de algunos allegados (su mujer, autora de una importante obra teórica, y su hermano Savinio, entre otros). Pólvora mojada, quizá: los manuales siguen ligando su nombre al fugaz episodio de la "pintura metafísica", e insisten en emparentar las creaciones de este periodo con las del todavía nonato Surrealismo, y en preferirlas a todo lo que De Chirico hizo después.

El pintor no se engaña en cuanto a las causas de este reduccionismo: lo denuncia como una maniobra de marchantes y críticos dirigida a potenciar el valor de un producto determinado en detrimento del de una obra en constante evolución y doctrinalmente cargada de argumentos contra el tipo de arte al que esos mismos marchantes y críticos deben su fortuna e influencia. Para De Chirico, la pintura moderna entró en un proceso de degradación irreversible desde el momento en que los pintores empezaron a olvidar los saberes técnicos de antaño y, con ellos, la sólida moral artesanal que subyacía a la creación artística. Este proceso empezó a manifestarse en el Impresionismo y no ha hecho otra cosa que avanzar.

Los resultados son evidentes: el pintor moderno no sabe pintar, sus obras no pasan de ser "costras", adefesios que unos intelectuales adocenados se empeñan en fingir que admiran, para desconcierto de un público ingenuo y maleable; mientras que la pintura clásica, la que exige maestría técnica y familiaridad con la tradición, se impone por sí misma al gusto no deformado de las personas de bien, sin exigir innecesarias mediaciones. Se entiende que De Chirico no resultara simpático a muchos contemporáneos, especialmente a los implicados en esa monumental feria de vanidades en que se ha convertido el arte moderno. Nada mejor, para desenmascararla, que la ironía que el pintor derrocha en las mejores páginas de estas Memorias: los que emplea, por ejemplo, para describir las soirées en casa de Apollinaire, o le llevan a atribuir el don de la ubicuidad a cierto crítico capaz de desvanecerse como por ensalmo en plena calle para no devolverle el saludo al temible y escamado polemista.

De que lo fue no cabe la menor duda. Y de que él mismo fue proclive a la vanidad, que quizá debamos entender, en su caso, como una manifestación de la inteligencia herida. Y que nunca fue tan grande como para impedirle afirmar que incluso la anhelada perfección "es un espejismo", como lo es la felicidad y la propia vida.