La caída de Bagdad
Jon Lee Anderson
30 junio, 2005 02:00Jon Lee Anderson. Foto: Archivo
"Viajé a Iraq por primera vez para estudiar el fenómeno de Sadam Hussein", escribe J. L. Anderson en el primer párrafo del libro. "Quería ser testigo directo de su tiranía [...]. También me movía la intuición de que era inevitable el estallido de una nueva guerra entre los EE.UU. e Iraq".Aquel primer viaje lo realizó en el verano de 2000. Volvería en octubre de 2002, en febrero, junio y noviembre de 2003 y en marzo de 2004. Permaneció entre uno y cuatro meses en Iraq en cada visita. En los archivos de la revista New Yorker podemos leer los reportajes que escribió en cada viaje. Es difícil encontrar trabajos mejores sobre los antecedentes, la invasión y la guerra iniciada tras la entrada triunfal estadounidense en Bagdad. A los antecedentes dedica los primeros 5 capítulos (unas 200 páginas), a la invasión los 5 siguientes (otras 200) y al infierno en que se ha convertido Iraq las 80 últimas.
Habiendo cubierto antes las guerras de Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Angola y Afganistán -y habiéndonos dejado dos libros sobre ellas más otro sobre Che Guevara-, Anderson ha hecho un esfuerzo por ofrecer algo nuevo en La caída de Bagdad. No se trata de una colección de sus mejores reportajes. Es un relato nuevo con los testimonios y las experiencias de sus muchos meses en Bagdad. Anderson no desvela secretos de Estado. Se limita a describir lo que vio y a transcribir lo que le fueron contando iraquíes con los que llegó a entablar relaciones casi de familia: Nasser al Sadún, descendiente directo de Mahoma y exiliado desde comienzos de los 70 en Amán; Alá Bashir, el médico de Sadam Husein; Samir Jairi, alto funcionario de Exteriores; y su chófer Sabah. De Bashir aprendió que los iraquíes, si desean seguir vivos, no pueden decir la verdad. "Tiene usted que buscarla en lo que no le hayan dicho", le aconseja. De Al Sadún recibió una advertencia para los EE.UU. que le hubiera venido bien a Bush antes de embarcarse en la aventura iraquí: "Si vienen los americanos, más vale que no se queden y que no intenten gobernar a los iraquíes", le decía en noviembre de 2002 tras recordar a su tío abuelo Abu Mohsen, uno de los primeros ministros del Iraq independiente, que se suicidó en 1929 tras ser engañado por los británicos.
En su última visita, un año después de la invasión, Nasser lamentaba el desastre y ofrecía a Anderson otros dos consejos para Bush y su incompetente secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: los americanos deberían ocultarse en Iraq y dejar que los iraquíes lo controlen todo; también necesitan colocar al frente de Iraq a una figura fuerte que les guíe y que respeten. Aunque es, posiblemente, el mejor libro periodístico sobre la caída de Bagdad, Anderson viola mil veces el primer mandamiento del corresponsal: por buena que sea una cita, las opiniones del taxista y del camarero no sirven. Su posición contra la guerra, tan diáfana en New Yorker, queda difuminada en el libro. Deja que sean los propios iraquíes los que hablen, hagan futurología y se desahoguen. El resultado es una historia viva de un pueblo que sigue muriendo. Mientras Bush siga en la Casa Blanca, Anderson no tiene ninguna esperanza de que los EE.UU. corrijan los trágicos errores cometidos en Iraq.