Image: Problema infernal

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Ensayo

Problema infernal

Samantha Power

15 septiembre, 2005 02:00

Foto: Gysembergh Benoît

Trad. Alasdair Lean. Fondo de Cultura Económica. Madrid. 636 páginas, 28 e.

El genocidio es un crimen que tiene una larga historia, pero no se le ha dado nombre hasta el siglo XX. En un libro tan fascinante como estremecedor Samantha Power analiza lo poco que se ha hecho por evitarlo desde la Convención de la ONU que en 1948 lo definió.

El primer gran genocida del siglo XX encontró su justo castigo un día de marzo de 1921 pero, lamentablemente, fue un castigo al margen de toda legalidad. Se trataba del ex ministro del Interior turco Talaat Pasha y lo asesinó un joven armenio, superviviente de las atroces matanzas que había sufrido su gente en 1915 y 1916. Por entonces esas matanzas se consideraban asuntos internos de los países en que se producían y el genocidio armenio, uno de los peores del siglo, quedó pronto olvidado.

Quien no lo olvidó fue Raphael Lemkin, un jurista que ya en 1933 propuso definir y condenar en el derecho internacional ese crimen sin nombre y, en 1943, forjó el término genocidio. Entre tanto había tenido que huir de su Polonia natal, donde gran parte de su familia, que era judía, pereció en el holocausto. La tenaz campaña de Lemkin contribuyó, más que cualquier otro factor individual, a que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobara por unanimidad, el 9 de diciembre de 1948, la Convención para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio. Once años después de ese logro, Raphael Lemkin murió casi olvidado y con la amargura de que su país de adopción, los Estados Unidos, no hubiera ratificado la Convención. No la ratificó hasta 1986, cuando Reagan logró superar la acendrada aversión conservadora hacia los tratados internacionales sobre derechos humanos.

La pasividad de los Estados Unidos frente a los genocidios que se han sucedido a lo largo del siglo XX es el tema central de Problema infernal, un libro que valió a su autora un Premio Pulitzer en 2003. Profesora en Harvard y corresponsal de The Economist en los peores años del conflicto de Bosnia, Samantha Power ha realizado cientos de entrevistas en diversos países y consultado documentación recientemente abierta a los investigadores. El resultado es un libro apasionante, que pasa revista a la respuesta americana frente a los genocidios perpetrados por los comunistas camboyanos, por los baasistas iraquíes, por los nacionalistas serbobosnios y por los extremistas hutus de Ruanda. La reacción ante tales horrores de los Estados Unidos, y por cierto de las demás potencias, osciló entre lo pésimo y lo menos malo. Carter apoyó que los genocidas camboyanos, derrocados por una invasión vietnamita, conservaran su representación en la ONU. Reagan mantuvo su apoyo a Saddam Hussein, frente a Irán, incluso después de las matanzas masivas de civiles kurdos. Y Clinton no hizo nada por evitar el genocidio camboyano, aunque intervino, tardíamente, para poner fin a las matanzas en Bosnia.

A finales de siglo, sin embargo, hubo un caso en el que una intervención militar, promovida también por el expresidente Bill Clinton, cortó en su inicio un genocidio. Fue la intervención en Kosovo que, asombrosamente, tan poco crédito merece entre los defensores de los derechos humanos, algunos de los cuales sólo parecen tener interés en aquellas víctimas que pueden ser presentadas como víctimas de Occidente. Por otra parte, sendos tribunales internacionales han comenzado a juzgar a los genocidas de Ruanda y de la antigua Yugoslavia. Con ello la incorporación del crimen de genocidio al derecho internacional ha adquirido por fin eficacia práctica. Además, un tribunal iraquí se dispone a juzgar a Saddam Hussein. Algo hemos pues avanzado desde los tiempos en que las víctimas armenias se tomaban la justicia por su mano.