Ensayo

En tiempo de guerra

de Pierce O’Donnell

7 diciembre, 2006 01:00

Foto: Carlets

Traduc. J.L. Gil. Galaxia Gutenberg /Cïrculo de Lectores. Barcelona, 2006. 652 pp, 32 e.

En 1942 dos submarinos depositaron en las costas de los Estados Unidos a ocho agentes alemanes en misión de sabotaje. Puesto que penetraron en territorio enemigo sin uniforme, las normas habituales de la guerra les exponían a una ejecución inmediata si eran capturados. Cuando lo fueron, antes de que hubieran podido cometer ningún atentado, el presidente Franklin D. Roosevelt decidió que fueran juzgados a puerta cerrada por una comisión militar. Se trataba de un episodio menor, dentro del gran drama que vivía por entonces el mundo, pero el caso adquirió una gran relevancia jurídica cuando el defensor que se les designó, el coronel Kenneth C. Royall -un prestigioso abogado que se había reincorporado a las fuerzas armadas tras el ataque de Pearl Harbour- recurrió ante el Tribunal Supremo en nombre de sus defendidos. El fallo del alto tribunal sentó entonces un precedente que en los últimos años se ha citado mucho en relación con la situación de los presos de Guantanamo.

Pierce O’Donnell, uno de los abogados más influyentes de América, ha expuesto los detalles de este episodio en un libro muy bien documentado y con un excelente pulso narrativo -bien mantenido en la traducción española-, que concluye con cien páginas dedicadas a analizar el polémico tema de los combatientes enemigos ilegales hoy recluidos en Guantanamo y otros lugares. Su tesis es muy clara: los principios constitucionales deben ser mantenidos sobre todo en los momentos más difíciles, como los de la Segunda Guerra Mundial o los de la actual guerra contra el terrorismo. En el año 1942 el Tribunal Supremo reconoció la legalidad de la comisión militar instituida por Roosevelt, que condenó a muerte a seis de los acusados, pero las medidas adoptadas por George Bush en relación con los combatientes ilegales enemigos capturados en el curso de la guerra contra el terrorismo son mucho más discutibles desde el punto de vista jurídico.

El internamiento de sospechosos en tiempos de guerra tiene en Estados Unidos un precedente terrible, que Pierce examina también en su libro. Se trata de la decisión de Roosevelt en febrero de 1942 por la que todos los ciudadanos de origen japonés que residían en los estados de la costa Oeste fueran desplazados. En consecuencia 117.000 hombres, mujeres y niños, ciudadanos americanos en su mayoría, de cuya deslealtad no había prueba alguna, fueron realojados en remotos lugares del interior hasta el fin de las hostilidades. Ningún tribunal dio amparo a sus demandas y hubieron de transcurrir treinta años antes de que el presidente Ford reconociera la enorme injusticia cometida, que respondió a una actitud racista.

Pierce espera que, en el contexto de la actual guerra del terrorismo, se imponga la gran tradición americana de defensa de las libertades. Y en los casi dos años transcurridos desde que escribió su libro, se han producido hechos importantes en ese sentido. El capitán de corbeta Charles Swift, defensor de uno de los pocos presos de Guantanamo procesados hasta ahora -Salim Hamdan, chofer del propio Bin Laden- presentó una demanda porque las normas de las comisiones militares establecidas al efecto vulneraban la legalidad, y en junio de este año el Tribunal Supremo le ha dado la razón. Esto ha forzado al presidente Bush a solicitar al Congreso norteamericano una ley que regulara el trato de los combatientes ilegales extranjeros detenidos, algo que hasta entonces había evitado. Dicha ley, en cuya formulación han jugado un papel decisivo tres senadores republicanos, incluido John McCain, empeñados en que los Estados Unidos se atenga a las convenciones de Ginebra sobre el derecho de guerra, ha sido aprobada en septiembre pasado. Aunque su contenido ha sido objeto de críticas contrapuestas, lo fundamental es que los presos de Guantánamo y de las cárceles secretas han quedado bajo la protección de la ley.

Quienes son capaces de renunciar a las libertades esenciales para obtener una seguridad temporal -escribió Benjamin Franklin- no merecen ni la libertad ni la seguridad. Un sabio consejo, que el Tribunal Supremo y el Congreso han seguido al poner fin al limbo jurídico en el que se encontraban cientos de detenidos.