Ensayo

Leyendo en las piedras

Antonio Colinas

14 diciembre, 2006 01:00

Montaje de Carlets

Siruela. Madrid, 2006. 148 páginas, 14’90 euros

Después de Los días en la isla, una recopilación de artículos sobre Ibiza, y La simiente enterrada, un complejo ensayo introspectivo motivado por un viaje por China, este Leyendo en las piedras se nos presenta como una especie de síntesis: de nuevo es la experiencia del viaje (esta vez, el regreso a la tierra natal) lo que articula las reflexiones del autor; pero el modo que éste elige para atender los distintos estímulos que jalonan su trayectoria es el tratamiento pormenorizado de cada uno de ellos, al modo del articulista, infundiendo en cada asunto desarrollado las dosis justas de erudición, anécdota, reflexión y vuelo poético. Procede Colinas como un pulcro articulista, por ejemplo, al explicitar el pormenor que motiva el texto titulado "El Divino Morales": "No hace todavía muchos días que se ha celebrado una magna exposición antológica del pintor Luis de Morales…". Pero, después de esta introducción periodística, el autor decide adentrarse en el territorio de la narración puramente imaginativa, dentro de un tratamiento poético de la memoria que hace creíbles y pertinentes incluso lo que intuimos que son elementos de pura ficción.

En esta ambigöedad genérica se mueven todos los textos de este libro. En la solapa, sospechamos que con la aquiescencia del autor, se les llama "relatos", y sin duda lo son, por más que su tono, su esencial credibilidad, más próxima a la del diario que a la de los géneros propiamente narrativos, y su proclividad a la reflexión poética, los alejan bastante del carácter más o menos funcional que esperamos encontrar en la prosa del relato propiamente dicho. Por lo mismo, la continuidad de tono y argumento que se establece entre los distintos textos, su comunidad de atmósfera y su contribución a un único efecto final, más bien nos hacen pensar que estamos ante una novela disimulada. Una novela cuyo asunto es el regreso al centro, la búsqueda de la armonía perdida, la recuperación de la propia identidad en un mundo (la campiña leonesa en torno al antiguo enclave romano de Petavonium) también amenazado por la ruina, la banalización y el cambio inasimilable. Porque uno de los aspectos más llamativos de este severo relato introspectivo es que el autor no regresa a un mundo idílico que se haya conservado idéntico a sí mismo, sino a un entorno que, como la propia personalidad del narrador, ha sufrido también el impacto de los tiempos. No se trata, pues, de arrojarse de un tren en marcha a un mundo inmóvil, sino de saltar desde ese tren a otro que, si acaso, apenas marcha un poco más despacio, pero lo suficiente como para que desde él puedan considerarse mejor algunas cosas: la persistencia de los símbolos del pasado, las posibilidades de revelación siempre latentes en una naturaleza no envilecida, la necesidad y casi inevitabilidad de lo sagrado… Todo ello, en un contexto que favorece el despertar de los recuerdos, pero en el que esos mismos recuerdos están sujetos a reconsideración y a nuevas interpretaciones.

No es de extrañar, por tanto, que esta "novela" termine siendo una historia de amor; que las distintas presencias sucesivas que van jalonando el relato (antepasados, algún muerto en la guerra, algún que otro personaje histórico o mítico) se concreten, finalmente, en una misteriosa mujer que espera al narrador "donde se pone el sol". Con este encuentro, precedido de desconcertantes señales casi sobrenaturales y resuelto en una desazonante conversación entre adultos que no parecen tener mucho que decirse, el narrador parece terminar su búsqueda. Todas las cuestiones siguen abiertas y, a lo sumo, la única conclusión alcanzada es que esas presencias intuidas, esa "llamada", ese lenguaje inscrito en las piedras tienen plena realidad; y, si no respuestas, al menos sí proporcionan una pauta al pensamiento y un sentido a la vida.

Eso sí: desde la angustiada certeza de que esas señales son tenues, y el lenguaje en el que nos hablan está a punto de desaparecer bajo el fragor y las cacofonías de lo cotidiano, con todo su terrible cortejo: "el paso del tiempo, la enfermedad, el poder del mal, la muerte". De ahí que esta historia comience en una casa recuperada como "espacio interior y cerrado", y que proceda lentamente en espiral, hasta alcanzar su luminosa conclusión.