Ensayo

Elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento

Tzvetan Todorov

4 enero, 2007 01:00

Jan Van Eyck, Hombre del turbante rojo

Traducción de N. Sobregués. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2006. 240 pp, 25 euros

Tzvetan Todorov (Sofía, Bulgaria, 1939), historiador y crítico literario de nacionalidad francesa, no es un especialista en historia del arte. No obstante, su ensayo sobre la pintura flamenca, que complementa el que publicó en 1993 sobre la pintura holandesa del siglo XVII, Eloge du quotidien (Elogio de lo cotidiano), no es otro de esos textos ligeros que algunos legos lanzan a las librerías, sin aportar nada al asunto que tratan. No obstante, hay que advertir que, si bien el debutante en el tema encontrará instructivo el ensayo en su conjunto, quien cuente con algunos conocimientos podrá sobrevolar algunos de los capítulos.

No se trata de un estudio que pretenda abarcar todos los factores condicionantes y todos los desarrollos artísticos. Todorov, que se ha dedicado fundamentalmente a la filosofía del lenguaje y que ha destacado por su defensa del humanismo en el ámbito histórico y político, aborda el "realismo" flamenco como producto de los debates teológicos e intelectuales que en el siglo XV llevaron a una concepción distinta de las relaciones entre hombre, mundo y Dios. Su interpretación de la nueva valoración de lo individual en el arte apenas toca las profundas transformaciones económicas y, sobre todo, sociales que se operan en las cortes del norte de Europa en esos años, e ignora la extravagante estetización de la vida que se produce en el entorno de los hijos y nietos de Juan del Bueno, duques de Anjou, Berry y Borgoña, y de la que no puede separarse la pintura. ésta tiene naturalmente un componente ideológico muy fuerte, pero es también un producto cultural marcado por unos usos en los que apenas se entra.

Tras una introducción en la que revisa de forma sucinta la evolución de la retratística en la Antigöedad y constatar su eclipse durante un milenio, el autor entra en materia: su objetivo es explicar cómo lo terrenal obtuvo el grado necesario de autonomía respecto de lo espiritual para merecer ser observado y representado tal cual era, y no sólo como abstracción o símbolo. El nominalismo de Guillermo de Occam -que niega los "universales" y hace derivar de los individuos toda generalización", las formas de "devoción moderna" (basadas en los escritos de Ruysborek, Groote y Kempis) -que valoran lo más humilde- y las nuevas corrientes que, procedentes de Italia, hablan De la dignidad del hombre (Pico de la Mirándola) sientan las bases de esa novedosa atención a lo individual. Todorov sigue además la evolución de la teoría de las imágenes en Nicolas de Cusa y Christine de Pisan. Pero admite que la pintura se adelantó al pensamiento, y fue más allá que éste en la celebración de lo particular. Por tanto, aunque el autor no lo aclara, se trataría de un avance más o menos paralelo en las ideas y en las imágenes, y no de una cuestión de influencia.

Las primeras muestras de fidelidad a lo visible se encuentran en los libros miniados, los ricos libros de horas atesorados por los duques. Pero la gran ruptura la protagoniza, ya en la pintura sobre tabla, Robert Campin. Con el análisis de su obra da inicio la segunda parte del libro, menos interesante, que busca en la producción de los grandes maestros (utilizando la bibliografía de referencia) los detalles reveladores. El retrato es, lógicamente, el género en que se produce el "triunfo" de lo individual, pero el proceso es aún más radical en las escenas religiosas: a medida que el simbolismo universal perdía terreno (aquí Todorov cuestiona a Panofsky), lo sagrado se sumergía en lo cotidiano hasta el punto de que, como decía Johan Huizinga en El otoño de la Edad Media, "el contenido místico de la representación estaba próximo a evaporarse totalmente de las imágenes". Vírgenes y santos no se diferencian en su corporeidad y su aspecto de los donantes que son retratados junto a ellos; a la inversa, con el retrato de los Arnolfini de Van Eyck, se llegaría a la "sacralización de lo profano". Pero será Rogier van der Weyden quien marcará la posteridad al equilibrar contenido teológico y representación realista; Christus, Bouts, Van der Goes y Memling son despachados en pocas palabras como meros continuadores. Después -se resume en el "Epílogo"- se abre el largo reinado del "arte representativo", con un creciente debilitamiento de la dimensión simbólica y, ya en el siglo XX, la desaparición de la univocidad de interpretación.