España reinventada. Nación e identidad desde la Transición
Sebastian Balfour y Alejandro Quiroga
26 julio, 2007 02:00Más problemático y escabroso aún resulta el asunto cuando se aborda el tema de la violencia. Aunque ésta ocupa un lugar muy reducido en el conjunto de la obra, no puedo silenciar que los autores, nada complacientes con ETA, parecen dejarse llevar por esa malentendida corrección política de determinada óptica progresista que trata al citado grupo como "organización separatista" que considera "que el empleo de acciones armadas" está "justificado como medio de liberación nacional" (p. 83). Quizás repudiar los medios -los asesinatos- les parezca a Balfour y Quiroga caer en la obviedad, y de ahí que pongan el énfasis crítico en la incapacidad de ese mundo violento para "evolucionar como organización más allá de su estrategia puramente militar" (p. 241); pero no hay tanta sutileza cuando se califica la estrategia gubernamental de los años 80, ahora sí, como "terrorismo de Estado" que produce una "sensación de continuidad entre el franquismo y el nuevo sistema" (p. 256).
Como el terrorismo ocupa un lugar subalterno, considero que la cuestión clave no está tanto en esas coordenadas como en la propia concepción del nacionalismo que defienden los autores. Puede admitirse con ciertas reservas el "paradigma modernista", según el cual el nacionalismo es sólo un proyecto decimonónico y "la identidad etno-patriótica" no es estrictamente nacional. Según eso España como nación no existiría en el siglo XV sino desde la guerra napoleónica. Aun dando por buena esa estimación, el problema está en el uso ulterior del concepto de nacionalismo como sinónimo de "interés nacional", pues toda acción de gobierno se convierte per se en nacionalista, desde la reivindicación de Gibraltar hasta la preferencia por inmigrantes de habla hispana, pasando por la defensa del castellano y la influencia en Latinoamérica (y en este caso hasta paternalista y neofranquista, p. 326).
Así, en esa línea, resultaría que, como dicen catalanistas y vasquistas, todos seríamos nacionalistas, de grado o por fuerza. Ser español equivaldría a ser nacionalista español, aunque fuera un "nacionalismo banal" de paella y tortilla de patatas. Desde esa perspectiva, el nacionalismo español gozaría de magnífica salud, afirmación que luego se contradice al reconocerse que en términos internacionales las encuestas detectan "una relativa ausencia de nacionalismo español entre los españoles" (p. 18). Fuerte o no, el gran problema del nacionalismo español sería la ausencia de un gran mito fundacional, un déficit que luego tendría su traslación en otros ámbitos, como la admisión de símbolos compartidos.
España diverge históricamente del modelo francés. Aquí, frente al jacobinismo, se asocia progresismo con descentralización. Sin embargo, la peculiaridad española actual no derivaría tanto de la historia lejana como del franquismo que, con su obsesión centralizadora, desataría posteriormente la fiebre autonómica como ingrediente esencial de la democracia. El problema, ya asentado un régimen de libertades, es cómo hacer compatible la solidaridad interregional con la carrera competencial de los gobiernos autónomos, que amenaza -en palabras de alguien tan poco sospechoso de alarmismo como Juan Luis Cebrián- con retrotraernos a las "taifas medievales" (p. 129). Balfour y Quiroga critican la inexistencia de mecanismos que impliquen a las autonomías en la gobernación del Estado. Con todo, se muestran optimistas sobre el futuro inmediato -yo diría que demasiado, porque tienden a minusvalorar las fuerzas centrífugas-; consideran que, pese a los problemas objetivos, España terminará reiventándose en un nuevo modelo, más abierto y flexible, que suponga "el paso de la nacionalidad a la ciudadanía" (p. 364).