Image: El genio del Cristianismo

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Ensayo

El genio del Cristianismo

Chateaubriand

4 septiembre, 2008 02:00

Chateaubriand

Traducción de M. M: Flammant. Ciudadela, 2008. 623 pp., 29’50 e.

Leer una obra clásica -y El genio del cristianismo lo es- siempre constituye una forma de situarse en un lugar histórico concreto que, sin embargo, es el lugar que ocupan todos los hombres en todas las épocas. Por eso, justamente, los clásicos son clásicos. No cejan nunca en su adecuación a todos los tiempos y, por lo tanto, en su elocuencia. En ese sentido, El genio del cristianismo sigue siendo lo que era y lo que fue en 1802, cuando se publicó por primera vez: una llamada de atención sobre el amplísimo abanico de aspectos en los que el cristianismo se presenta como algo bello a los ojos de alguien que mira, intenta apurar la realidad de lo que tiene ante los ojos y, sencillamente, se asombra. Desde la eucaristía a la música, desde la oratoria a la arquitectura, el escritor francés va pasando revista de los más diversos modos de ver el cristianismo y lo compara de continuo con lo que, en 1802, sabía de otras culturas y de otras religiones. Llama la atención que unas cuantas de las similitudes que puso de relieve para dejar manifiesta la superioridad del cristianismo se aducen hoy precisamente como indicio -o incluso como prueba- de su falta de originalidad. Y, sin embargo, era lo mismo ayer que hoy: desde el carácter básicamente triangular de la realidad hasta su riqueza de formas.

Lo llamativo es que lo que más importara a Chateaubriand fuera la belleza. Pero no la belleza de la historia de Jesucristo -que es lo que es el cristianismo-, sino la belleza de aquello a lo que su historia ha dado lugar en la capacidad creativa humana. Hay que recordar que El genio del cristianismo es rigurosamente coetáneo de la filosofía literaria de Schlegel y que, en el fondo, está más cerca de sus planteamientos estéticos que de los neoclásicos. Por lo menos, en el sentido de que palpita en él la convicción de que no hay nada más bello que el cristianismo, hasta el punto de que, en las propias artes plásticas, no hay nada superior al arte cristiano, y eso justo porque es cristiano. Chateaubriand aún remite de vez en cuando a la armonía, que era la referencia clásica. Schlegel había comenzado ya a decir lo contrario: que la armonía era el criterio que daba razón del canon estético recibido de los griegos, pero que lo que definía ese canon era la razón humana y que, por encima de ella, estaba la divina, que era la que se traslucía en la estética romántica. La estética romántica era, por eso -por cristiana y metacanónica-, superior a la clásica, a juicio del teórico alemán (y, en cierto modo, también del ensayista francés).
Que Chateaubriand dijera todo eso en 1802 no es casual ni es poco importante. Humeaban aún las iglesias destruidas desde el estallido revolucionario de 1789; el clero francés estaba diezmado; no pocos franceses habían muerto violentamente por tener la osadía de confesarse o cumplir por Pascua. Napoleón había reimpuesto la paz y la concordia; pero eso acababa de comenzar y no podía saberse cuánto duraría ni cuál sería el porvenir.

Posiblemente, Chauteaubriand ignoraba que, además, Napoleón había vuelto a permitir las expresiones religiosas católicas sobre la base -explícita, claro es que dicha en privado- de que la Iglesia era una vieja que iba a morir sin necesidad de que la mataran. Se equivocó. Pero, un cuarto de siglo después, fue Chateaubriand quien erró, justo por lo contrario: publicó la segunda edición de su obra e incluyó en ella un prólogo (que se recoge en la reedición) en el que se felicitaba de que el mal hubiera pasado -no sólo el revolucionario, sino también el napoleónico- y que el catolicismo francés hubiese recuperado la posición de antaño. Incluso se ufanaba de la influencia que había tenido en ello la difusión y el éxito de El Genio. Faltaban unos meses para que estallara la revolución de 1830 y se volviera a comenzar, cierto que de muy distinta manera. Ni él acertó a anticiparlo, ni Napoleón había previsto la longevidad de la anciana, mucho menos su capacidad de estar en agonía y al borde de la muerte sin dar nunca el paso final.