Image: La Iglesia en llamas

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Ensayo

La Iglesia en llamas

Jordi Albertí Oriol

27 noviembre, 2008 01:00

Una de las primeras iglesias incendiadas en Madrid tras la proclamación de la República.

Destino. Barcelona, 2008. 527 páginas, 22 euros

Cuando se habla de "memoria histórica", se entiende en un determinado sentido, el ajuste de cuentas ideológico, histórico, político -y ahora también judicial- con un bando, el sublevado, al que se le atribuyen casi en exclusiva los asesinatos de la guerra y, por supuesto, la responsabilidad de la represión posterior. No le falta razón al autor de esta obra, el polígrafo catalán J. Albertí, cuando reivindica, frente a esa evocación selectiva, una "memoria de 360 grados". Para decirlo con sus propias palabras, "ha llegado la hora de que nuestra sociedad asuma los crímenes de la persecución religiosa como parte de nuestra historia". No para desprestigiar ésta ni para pedir cuentas a un determinado sector social y político, sino porque fue algo que sucedió, una realidad incontrovertible (por más que esta misma aseveración moleste aún a muchos): monjas, curas y otros muchos miembros de la Iglesia fueron perseguidos, vejados, torturados y ejecutados por el mero hecho de ser religiosos. Y sería faltar a la verdad escudarse en "hechos aislados" o actos de "partidas incontroladas", como luego se precisará. Son, por consiguiente, víctimas también de la barbarie que se desata en la guerra civil, como los muertos de los bombardeos de Guernica, los exiliados de 1939, los fusilados en las cunetas por los falangistas y los internos en los campos de concentración franquistas, por mencionar sólo un ramillete de víctimas que -en este caso sí- han merecido últimamente la atención prioritaria de investigadores y agentes de la memoria histórica.

El libro dedica un amplio espacio a la formación de un ambiente anticlerical antes del levantamiento franquista, empezando por las primeras matanzas de frailes en la España fernandina, siguiendo por la Semana Trágica y los esporádicos estallidos posteriores, y culminando en la revolución de octubre del 34. Después llega la vorágine de la contienda civil, que es analizada en dos partes: una, básicamente política (aunque siempre poniendo el acento en el ambiente de violencia contra la Iglesia y sus representantes) y otra, que constituye la aportación sustancial del volumen, dedicada a relatar los pormenores de "diez meses de persecución religiosa", diócesis a diócesis. Aunque se entiende que una obra de estas características no entre a fondo en el debate sobre el papel de la Iglesia en la España contemporánea, se echa de menos alguna mención a la parte de responsabilidad de la institución en la inquina que se había extendido contra ella en las capas populares y en algunos sectores sociopolíticos.

La Iglesia en llamas es un libro de síntesis, escrito con un encomiable tono divulgativo a partir de una amplia bibliografía bien utilizada, que trata de dar respuestas a las principales cuestiones que se entrecruzan en este negro episodio de nuestro pasado reciente. El basamento de su análisis puede expresarse en términos meridianos: "en la persecución religiosa -a excepción de detalles en la ejecución- nada fue casual ni accidental. Las justificaciones podían ser más doctrinales o más estratégicas, pero los objetivos eran coincidentes y diáfanos" (p. 286). Las afirmaciones que siguen todavía son más duras: había impunidad, como resultado de la "cobardía social" y de la "complicidad intelectual" de los gobernantes; después, la crueldad o el sadismo podían ser interpretados "como una trasgresión iconoclasta o un plus en las técnicas de terror". Sin embargo, y pese al recelo que puedan suscitar esas palabras, conviene aclarar que el autor no adopta una postura militante ni carga las tintas contra el régimen republicano, más allá de lo que habla por sí mismo el drama del que se ocupa: la mera descripción detallada de los hechos, con nombres de lugares y personas, sevicias y abyecciones, es suficientemente expresivo y desolador como para que no precise de subrayados retóricos o ideológicos. En las páginas finales se insiste de modo explícito en ese planteamiento: aboga Albertí por asumir este triste capítulo, no para empecinarse en una senda de odios y exclusiones, sino para extraer las lecciones oportunas acerca de la necesidad del compromiso y la tolerancia para la convivencia democrática.