Image: A puerta cerrada

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Ensayo

A puerta cerrada

Historia oculta de la II Guerra Mundial

10 julio, 2009 02:00

Cadáveres apilados, masacrados por los soviéticos en Katyn

Laurence Rees. Traducción de David Leon. Crítica. Barcelona, 2009. 287 pp., 29.90 Euros.

En agosto de 1941, cuando los Estados Unidos todavía no habían entrado en guerra, el presidente Franklin D. Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill se reunieron en un buque anclado frente a las costas de Terranova y redactaron una declaración conjunta, la Carta del Atlántico, que proclamó el derecho de los pueblos a su libertad. Un noble documento, a cuyos elevados principios no siempre se mantuvieron fieles sus firmantes. Su objetivo durante los cuatro años siguientes fue ganar la guerra al menor coste posible en vidas occidentales y para ello la contribución de las divisiones soviéticas resultaba crucial, por lo que procuraron evitar cualquier gesto que pudiera irritar a Stalin. Así es que la historia de los sucesivos encuentros entre los líderes occidentales y el tirano soviético, tema central de A puerta cerrada. Historia oculta de la II Guerra Mundial, no resulta una lectura confortante, sobre todo si se narra, como lo hace Laurence Rees (Ayr, Escocia, 1957), con el trasfondo de los horrores que padecieron muchas personas comunes a las que el autor ha entrevistado.

Gran Bretaña y Francia habían entrado en guerra en respuesta a la invasión nazi de Polonia y, sin embargo, ésta fue sacrificada por los aliados victoriosos. Stalin había invadido las provincias orientales de Polonia dos semanas después de que Hitler la hubiera atacado, y en la primavera de 1940 ordenó el asesinato en secreto de más de veinte mil prisioneros polacos. Fue la llamada matanza de Katyn, desvelada por los nazis, encantados de poder utilizar en su propaganda el caso de una atrocidad que ellos no habían perpetrado, negada cínicamente por Stalin y encubierta por los aliados occidentales, que no quisieron saber nada del asunto, según explica detalladamente Laurence Rees. En último término, es cierto que el destino de veinte mil víctimas no podía contar mucho cuando estaba en juego la vida de millones de personas, pero la insensibilidad occidental respecto a la cuestión polaca, que reaparece una y otra vez en A puerta cerrada, resulta deprimente. El resultado final es que la URSS conservó las provincias orientales de Polonia de las que se había apoderado de acuerdo con Hitler, y que el resto del país quedó englobado por la fuerza en el bloque soviético.

En definitiva, el nuevo mapa de Europa no se diseñó en las conferencias de Teherán y Yalta, sino en los campos de batalla. El avance soviético en Europa sólo podría haber sido evitado mediante alternativas que, como argumenta el autor, resultaban todavía peores, como haber adelantado el desembarco en Normandía, a costa de numerosísimas vidas de soldados aliados; haber llegado a un acuerdo por separado con Alemania, que habría dejado vivo el germen del nazismo; o haberse enfrentado a Rusia en una tercera guerra mundial, algo que habría representado todavía más muerte y destrucción. Así es que la mejor opción fue la de entenderse con Stalin en los términos que éste exigía. Para lograrlo, Churchill y Roosevelt prefirieron olvidar lo que sabían acerca del tirano con el que se veían obligados a negociar y creyeron incluso haber establecido una buena relación con él.

El taimado y en el fondo paranoico Stalin no consideraba en cambio que fuera posible un entendimiento con los occidentales, pero desplegó su considerable habilidad diplomática para ganarse su confianza. Todo lo cual resultaría menos inquietante al lector, si Rees -autor de Auschwitz., Una guerra de exterminio, y Los verdugos y las víctimas- no combinara la narración de los encuentros diplomáticos con la de atrocidades como la deportación de todo un grupo étnico, el de los tártaros de Crimea, decretada por Stalin en mayo del año 1944.