Catalina de Aragón
Giles Tremlett
15 junio, 2012 02:00Retrato de Catalina de Aragón, de Juan de Flandes (1496)
Los siguientes dieciocho años fueron relativamente felices, aunque no consiguiera dar a su esposo el ansiado heredero varón, pues de sus numerosos partos solo sobrevivió una niña, la futura reina María Tudor. Enrique VIII, enamorado e incitado por Ana Bolena, y también por el cardenal Thomas Wolsey, enemigo de Catalina, inició en 1527 las gestiones para divorciarse de ella, alegando que el matrimonio nunca había sido lícito al haberse consumado el anterior con su hermano. Después de numerosas incidencias, que llevaron a la ruptura de la Iglesia de Inglaterra con Roma, en 1533 el arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, sentenció que el matrimonio entre ambos no había sido válido. El resto de su vida, tanto ella como su hija -de la que fuera alejada años atrás- soportaron un sinnúmero de humillaciones por orden del rey.
Ésta es la historia, conocida en sus rasgos generales, que Giles Tremlett nos cuenta con detalle y de forma bastante amena en un texto en el que casi nunca se aleja de la persona de la reina, su protagonista. Maneja bien para ello tanto la bibliografía como una serie de fuentes documentales, aunque -una vez más- la obsesión de los editores por "esconder" las citas al final del libro -en este caso además sin un índice de abreviaturas- haga muy difícil saber de donde proceden algunos datos.
El personaje que nos aparece es el de una mujer íntegra, de sólida formación cultural y religiosa como todas las hijas de Isabel La Católica, inteligente y hábil, eficaz gobernadora del reino en los momentos en que hubo de hacerlo, que supo jugar sus cartas y defenderse de los intentos por anular su matrimonio, y que mantuvo en todo momento su dignidad, reafirmando siempre su virginidad al casarse con Enrique VIII y negándose, después del divorcio, a ser tratada como "princesa viuda". Su fuerte religiosidad le hizo soportar tantos sinsabores con la predisposición a aceptar el martirio, algo no tan difícil ante la gran cantidad de defensores suyos que subieron al patíbulo. El autor la presenta como una reina popular y querida, por lo que hubiera sido de agradecer un capítulo sobre la evolución de su imagen en la Inglaterra posterior, bastante menos favorable una vez consolidada la separación de la Iglesia de Roma y el odio a los llamados "papistas".
Pero tal carencia, como otras, así como algunos tópicos, inexactitudes y simplificaciones en el tratamiento de los temas históricos -la política internacional, especialmente- se explica por el hecho de que el autor no es un historiador profesional. Ello no le quita méritos a un libro de agradable lectura, que aunque solo pretende hacer una biografía destinada esencialmente al gran público, deja traslucir una simpatía de fondo hacia el personaje. Lástima que, como en tantas otras ocasiones, la traducción -o quizá el original- nos deje algunas "perlas". Entre otras, identificar los Países Bajos con Holanda, que no era sino una de las diecisiete provincias de aquéllos, hablar de "romanticismo" o de "deporte", conceptos y términos que no existían entonces, o referirse a la política pontificia como "el Vaticano", una realidad posterior a 1870 pero no del siglo XVI, en que los papas dominaban toda Roma y un amplio estado en el centro de Italia.