El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza
Ramón Andrés
13 diciembre, 2013 01:00Vista de Delft, de Carel Fabritius
Escribe Ramón Andrés (Pamplona, 1955) que en los cuadros holandeses del siglo XVI (por ejemplo los de Vermeer, Fabritius o Emmanuel de Witte), "se respira una calma difícil de definir". Es la cualidad temporal de la pintura. Los cuadros tienen tiempo dentro. Y ciertamente, en estas altas habitaciones, silenciosas, uno querría quedarse a vivir acompasadamente. Marcel Proust dedicó varios cientos de páginas a seguir sus pensamientos, que entraron en la Vista de Delft de Vermeer y saludaron a la sociedad parisina de su tiempo antes de encontrar la salida. Un cuadro es el hilo de un laberinto. Por su parte, Andrés contempla otra Vista de Delft, un cuadro de Carel Fabritius (1652), y sus pensamientos nos llevan a recorrer la ciudad y luego regiones enteras del mapa del conocimiento. Lo más extraordinario es que una narración como esta, que no tiene dirección, que divaga permanentemente, logre llevarnos prendidos de la mano por todos sus vericuetos.La atención con que Andrés mira el cuadro de Fabritius es tal que a través suyo llegamos a contemplar el mundo, como si se tratara de un Aleph. Cada una de las particularidades del lienzo es reconocida y situada en un amplio horizonte. La extraña perspectiva del cuadro da pie al autor a desarrollar su historia y la de los instrumentos ópticos con que se ayudaban los pintores. El abombado laúd que aparece a un lado, a explicar la incidencia del comerico de maderas en la música, porque una viola de gamba del siglo XVII podía tener palos de los cinco continentes. La arquitectura interior de las cajas de resonancia se compara con las bóvedas de las iglesias, también construidas con la precisión de un instrumento musical. La limpieza de sus naves, sus paredes desnudas de representación alguna tras la Tormenta de las Imágenes, es semejante a la claridad de los interiores domésicos, donde una mujer toca solitaria un virginal. Un mundo, dice Andrés, que no vivía bajo el peso de la culpa y la mortificación de la carne. Alejada por fin la amenaza católica, los Países Bajos acogieron a numerosos judíos, que propiciaron su extraordinaria potencia comercial, y permitieron también que aparecieran pensadores como Spinoza, que pulía lentes para mirar con la misma claridad con que trataba de pensar. Una cultura de la tolerancia, que se quitaba las brumas del medievo para tratar, literalmente, de ser más razonable. En ese horizonte, un pensador como Spinoza, que afirma los derechos del cuerpo tanto como los deberes del alma, se ve hoy día como una senda sin recorrer en la sensibilidad moderna. Tal vez la mirada del escritor es idealizante, tanto o más que el propio cuadro en que se ha fijado. Pero da la sensación (ese es el poso que le queda al lector tras asistir asombrado a este despliegue de conocimientos) de que el mundo que tan escrupulosamente retrata este cuadro todavía no había descarrilado, que todavía la historia de la humanidad habría podido cambiar de rumbo.
Sin embargo, lo que convierte a este libro en cautivador, no es su contenido, sino su forma. Ramón Andrés publicó el año pasado un libro memorable, y sin parangón en las letras españolas de las últimas décadas, me refiero a su Diccionario de música, mitología, magia y religión. De ese caudal de conocimientos se vertió este libro de ahora. La falta de pretensión, la delicadeza expresiva, el funambulismo con el que cruza por un hilo delgado de una idea a otra, la sobria piedad con que decribe un mundo desgarrado es lo que convierten su lectura en una experiencia pocas veces repetida. Auténtico tratado de la música en la pintura y genuina aventura de las ideas estéticas, este es un libro de difícil clasificación. "Piensa el sentimiento, siente el pensamiento". Nada mejor que la frase de Unamuno para sintetizar la rara combinación que hay en sus páginas.