La piel de la frontera
Francesc Serés
25 noviembre, 2016 01:00Francesc Seres. Foto: Archivo
Hay pocas sensaciones más maravillosas que la de empezar un libro sin ninguna expectativa y encontrarse con una joya. Es cierto que había oído hablar vagamente de Serés pero a veces es difícil quedarse al margen de la desconfianza del nacionalismo lingüístico, también cuando uno cree tener cierta amplitud de miras, pero resulta oxigenante percibir hasta qué punto la buena literatura es capaz resolver de un plumazo esa diferencia.Francesc Serés (Zaidín, 1972) -basta leer un par de páginas para corroborarlo- es un escritor de primera magnitud, sin duda uno de los mejores de su generación, una medalla que podría haberse ganado sólo con la publicación de este libro. No deja de ser irónico (porque el libro de Serés es anterior) lo en consonancia que está con el reciente ensayo de Sergio del Molino La España vacía, lo que podría significar dos cosas: una (interesante) que apuntaría a que la primera generación de la democracia está haciendo una revisión de su paisaje sentimental muy distinta a la previsible, y otra (en cierto modo cómica) de que tal vez las crónicas de La piel de la frontera sean en esencia algo más españolas de lo que le habría gustado al propio autor.
Y aquí aparece de nuevo la paradoja. Reflexionando acerca de las razones por las que me había parecido tan extraordinaria esta colección de crónicas sobre personajes, paisajes y episodios ubicados (con una excepción) en el bajo Cinca, el Segrià y el desierto de los Monegros veo que el libro de Serés tiene una vocación internacional evidente. La estrategia es reconocible y se parece a esa sensación de extrañeza habitual que probamos cuando escuchamos los comentarios de un turista sobre el lugar en el que vivimos todos los días: el mundo reconocible y familiar adquiere de pronto (o de nuevo) una condición luminosa.
En La piel de la frontera los caminos y paisajes de la infancia del autor se reviven con la mirada reunificadora de los inmigrantes de las clases sociales menos favorecidas generando un efecto sorprendente: lo sentimental queda aplacado con lo social, cuando hay hambre, miseria y desigualdad hay poco espacio para la ensoñación, pero en cierto modo y seguramente de forma inevitable, la ensoñación sigue allí, resistente, perpetua, porque hemos construido nuestra identidad a su alrededor.
Serés comparte con los grandes autores una cualidad también difícil de encontrar: es capaz de aguantarle la mirada a la realidad hasta que desaparece de ella su sentido más obvio y comienza a brotar lo inesperado que es a la vez lo que estaba escondido en los raigones de la carne y por tanto lo auténtico, esa palabra baqueteada. Las crónicas de La piel de la frontera sorprenden siempre, como siempre sorprende la realidad, que casi nunca está donde se la supone.
En ese sentido estas crónicas giran también de una manera obsesiva alrededor de la noción del vacío y de la pérdida. "¿Dónde va a parar la gente que desaparece de nuestra vida? -se pregunta el autor-, la gente con la que hemos compartido cosas, la que ha llenado meses de una manera plena, total, que ha formado parte del tiempo y el espacio que nos acoge y construimos, esas personas que se van y no vuelven nunca más, pero que siguen vivas y por tanto construyendo su vida en otra parte... ¿merecieron la pena?". El espíritu de estas crónicas tiene mucho que ver con esa pregunta clave de la experiencia: hasta dónde perdemos, hasta dónde nos enriquecemos, cuando algo o alguien desaparece de nuestro lado y, sobre todo, hasta dónde estamos legitimados para arrogarnos el derecho de decir quiénes eran en realidad.