A los once años se podría pensar que uno no tiene material suficiente para escribir su biografía, pero David nos demuestra lo contrario al reflejar en esta divertida novela las desventuras cotidianas junto a sus compañeros de escuela. Así sabemos de su amigo Roberto, parco en palabras frente a la retórica de su loro, que se mata por los macarrones al dente, o de Ernesto Atilae, tan tozudo que plantó una piruleta en un maceta y todos los días la medía para ver cuánto había crecido. Nesquens sabe cómo sacarle el jugo a las historias aparentemente intrascendentes de los chavales y arrancar una sonrisa al lector con ese humor que tantas veces raya en el absurdo -en la estela que dejaron Jardiel o Gómez de la Serna-, como se pone de manifiesto en unos diálogos que parecen de besugos pero sintonizan de maravilla con la lógica infantil, y logran que grandes y chicos terminemos partiéndonos de la risa.