Novela

El Converso

José Manuel Fajardo

24 enero, 1999 01:00

Ediciones B. Barcelona, 1999. 349 páginas, 2.350 pesetas.

Nos encontramos no sólo ante una novela de corte histórico, sino en presencia de una obra profundamente libresca. La prosa tiene el ritmo y la cadencia de las narraciones del Siglo de Oro

T homas Bird, un inglés nacido en Indias, evoca a mediados del siglo XVII su ajetreada vida: ha sido marinero, soldado, cautivo, pirata; su existencia recoge amores, luchas, amistades, venganzas, encuentros y separaciones, viajes por medio mundo, traiciones y, al final, soledad y melancolía. éste es el esquema sobre el que se construye la novela de José Manuel Fajardo (Granada, 1957), que añade al final una larga lista de agradecimientos y "libros de cabecera" que han acompañado la composición de El converso. Porque, en efecto, nos encontramos no sólo ante una novela de corte histórico, sino en presencia de una obra profundamente libresca. La prosa tiene el ritmo y la cadencia de las narraciones del Siglo de Oro, y la sintaxis levemente arcaizante acentúa la impresión de "pastiche" que inevitablemente ofrece la narración de Fajardo, demasiado cercana en ocasiones a los textos que le sirven de modelo. Así, el relato que el capitán Contreras hace de su prendimiento en Hornachos (págs. 60 ss.) sigue muy a la línea los pasajes correspondientes de la jugosísima Vida de Alonso de Contreras (cap. IX y X), incluso en detalles minúsculos, y lo mismo sucede cuando el narrador de El converso achaca el hundimiento de varios buques frente a Tarifa a "la torpeza del almirante Figueroa, que ni era marino ni había entrado en la mar jamás" (pág. 132), lo que recuerda las palabras de Alonso de Contreras (Vida, cap. XIII): "Se dijo, por cierto, que tuvo la culpa el Almirante, que no era marinero ni había entrado nunca en la mar". Y si en la defensa de La Mamora "se contentaron con dispararnos algunos mosquetazos y algunos tiros de culebrina" (pág. 134), y a Contreras había explicado que los buques enemigos "sólo me tiraron algunos pocos mosquetazos y cañonazos" (Vida, cap. XIV).
La reelaboración de los modelos -o, si se prefiere, la utilización de las fuentes librescas- incluye la adopción de la primera persona narrativa, como en los relatos autobiográficos del Siglo de Oro, con el riesgo consiguiente en este caso de poner en boca del personaje vocablos o expresiones impropias de la época en que se sitúan las acciones. Sucede así, por ejemplo, cuando el narrador utiliza reiteradamente la palabra "silueta" (pág. 297), que no aparece en español hasta el siglo XIX, o bien dice "vale" para mostrar su acuerdo (pág. 294), o habla de un "listado de súbditos ingleses" (pág. 295), con un sustantivo como "listado", catapultado sobre nosotros por el alud informático e impensable no ya en el siglo XVII sino hace 40 años. Cabría decir lo mismo de "ella se maquillaba" (pág. 56), y también de usos que ni siquiera hoy son recomendables y nuestros antepasados del XVII no sospecharon, como "retomar el hilo de mi historia" (pág. 26) o "retomé después la calle Mayor" (pág. 163), todo ello sin olvidar tampoco formaciones que no son clásicas ni modernas, sino inaceptables sin más, como "desandé mis pasos" (pág. 163), "se dignó a dirigirme la palabra" (pág. 131) o "de la más variada jaez" (pág. 256). A pesar del meritorio y considerable esfuerzo de elaboración lingöística, el edificio verbal de la novela presenta más grietas de las deseables. Tal vez la narración en primera persona no ha sido la mejor elección posible. Baroja compuso varias novelas con historias de piratas y naufragios, divertidas y vivaces, sin caer en una trampa compositiva semejante.
En otra vertiente, El converso ofrece logros indudables. Pese a su excesiva obediencia a los modelos literarios -que condicionan la movilidad del relato, las historias intercaladas, las anagnórisis y encuentros de novela bizantina-, quedan en pie, contrarrestando el peligro de un olvido inmediato, muchos aspectos de las existencias paralelas de Thomas Bird y Cristóbal Mendieta, que constituyen la historia de una amistad ejemplar, y también una nutrida galería de tipos eficazmente delineados: Catalina, Alison, Guzmán Montenegro, el gigantesco Torval, Juan de Tineo, Alonso Gallo -de trágico final-, el capitán Jan Jansz y otros, de aparición incluso episódica, reciben un tratamiento adecuado y perduran, nítidamente diferenciados, en la memoria del lector. Las historias se suceden y entrelazan y van dejando al descubierto los aspectos más variados del comportamiento humano: la codicia, el amor desinteresado, el rencor, la envidia, la cobardía, el heroísmo, la intolerancia... Como anota en sus reflexiones Bird al llegar a la edad del desengaño -que es también la de la escritura-, el tiempo y la experiencia enseñan "hasta qué punto somos los seres humanos capaces de toda grandeza y de toda villanía (pág. 254). Empuja estas vidas errantes un ansia ilimitada de libertad que acaba desembocando en la muerte o el desencanto: "Los soldados del Parlamento combatimos por la libertad y tan sólo hemos cambiado de señores" (pág. 335), es la reflexión del antiguo soldado que se siente ya "cada vez más prisionero del pasado" (pág. 335). Y se abre paso también, junto con la experiencia y las renuncias, un creciente sentido moral: "El capitán Jan Jansz había tenido razón cuando me dijo que mi libertad estaba en la mar, a bordo de una nave pirata, pero la libertad no puede prosperar sobre el miedo y sobre la desdicha de los otros" (pág. 326). En un mundo de engaños y falsedades, donde, por razones diversas, se oculta muchas veces la propia identidad -hasta el punto de que sólo en las últimas páginas conocemos el verdadero nombre de algunos personajes- y en cuyo relato el propio narrador confiesa no distinguir ya "la verdad entre tanta mentira como alberga" (pág. 341), lo que importa son los comportamientos y, sobre todo, la actitud moral. Y cuando la demasía propia de los relatos de aventuras -grandes pasiones, grandes sufrimientos, grandes batallas- va atenuándose conforme los personajes se acercan a la edad madura, queda en pie esa mirada desengañada en torno, que podría ser de cualquier época, y ese poso sentimental, con la reflexión nostálgica acerca de lo que fue y lo que pudo haber sido -concentrada y espléndidamente transmitido, además, en las páginas del epílogo-, donde se contiene lo más valioso de esta novela.