Novela

Napoleón VII Javier Tomeo

14 marzo, 1999 01:00

Anagrama. Barcelona, 1999.144 páginas, 1.600 pesetas

Un administrativo jubilado que se pasó la vida clasificando facturas, libera su mente visionaria para jugar a ser Napoleón. En suma, una novela ingeniosa y divertida, con final trágico y veteada de apuntes críticos sobre la sociedad actual

T ras la rareza del protagonista de El canto de las tortugas (1998), un joven liberado de un hospital psiquiátrico y convertido en una especie de San Francisco laico en conversación con los animales del campo, la siguiente novela de J. Tomeo (Quicena, Huesca, 1931) presenta a otro individuo peculiar dominado por otra forma de locura, ahora en el personaje de un oficinista jubilado que sobrelleva su soledad creyéndose Napoléon. Su paranoia se alimenta de la misma materia que don Quijote: los libros leídos, en este caso sobre la vida de Napoleón. Con las informaciones obtenidas acomoda sus delirios a las experiencias del Emperador, sueña sus batallas, recrea sus amistades y sus amores. Para lo cual adopta la personalidad de Napoleón VII a partir de la lectura de un relato de misterio sobre Los seis Napoleones.
Este singular personaje de Javier Tomeo constituye una nueva manifestación de las criaturas asimétricas que tanto abundan en las narraciones del escritor aragonés afincado en Barcelona, ciudad en la que, aunque no se nombra, parece transcurrir esta novela corta. Recluido en la soledad de su casa y enfundado en su imaginaria personalidad, este viejo contable asoma al comienzo del relato con el recuerdo inequívoco de Kafka: "Hace quince días Hilario se contempló en el espejo oval del recibidor de su casa y se descubrió convertido en Napoleón". Así empieza la novela. Y a partir de esta inicial metamorfosis se encadenan, en noventa y cuatro secuencias o fragmentos cortos, las figuraciones de este visionario cuya quimera consiste en encarnar a Napoleón para poner orden en el caos del mundo. Como don Quijote en la interpretación de Serrano Plaja y de Torrente Ballester, Hilario H. parece consciente de su representación y juego, pues proclama que "Yo soy un hombre que se piensa a sí mismo" (pág. 69) y se afirma en que "yo soy quien soy" (pág. 80), aseveraciones en las cuales resuena el juego cervantino proyectado en la imaginación quijotesca. Y en la estela de los personajes de Landero este administrativo jubilado que se pasó la vida clasificando facturas, libera su mente visionaria para jugar en su edad tardía a ser Napoleón. Con tal cometido escoge el uniforme que le permita disfrazarse de modo conveniente. Y con un pie en la realidad de su encierro domicilario y el otro en la quimera de sus ensoñaciones, este paranoico entra en diálogo con su pasado y con sus fantasmas interiores manteniendo un fecundo desdoblamiento autocrítico que facilita la discusión y comentario de dudas, interrogantes y posibles desajustes y anacronismos deslizados en los delirios de Napoleón y descubiertos por la conciencia atenta de Hilario y sus lógicos hábitos de precisión contable.
La ficción y la realidad se confunden en un texto construido sobre la recurrencia de ciertos motivos que resaltan la comicidad y el humor característicos de las novelas de Tomeo. A ello contribuye el distanciamiento en que se sitúa el narrador externo en tercera persona, que en ocasiones cede la visión al protagonista mediante el estilo indirecto libre y también en los diálogos que éste imagina con figuras de la realidad por él inventada. Así se van alternando en la composición escenas y motivos recurrentes como los discursos que desde la terraza pronuncia este grotesco Napoleón ante sus soldados en distintas ocupaciones, sus consideraciones sobre estrategias militares, varios diálogos de reconocimiento con personas allegadas al Emperador como su secretario personal, Ios mariscales Murat y Soult o las conflictivas relaciones con la Emperatriz Josefina. Todo ello es motivo de comicidad y humor acrecentados por las figuraciones de los citados mariscales en el dedo gordo del pie del protagonista, que exterioriza su desamparo en el agujero del calcetín, por los quiebros del narrador en enumeraciones con finales que realzan la distorsión grotesca de muchas escenas y por la repetida referencia a la risotada de alguna gaviota en los tejados de enfrente. En suma, una novela ingeniosa y divertida, con final trágico y veteada de apuntes críticos sobre la sociedad actual.