Novela

Humor africano

Javier Maqua

20 junio, 1999 02:00

Algaida. Sevilla, 1999. 275 páginas, 2.500 pesetas

Maqua ha escrito primordialmente una historia de amor. Pero de un amor que nace y se sostiene en medio de dificultades sin cuento y cuya conversión en relato encierra a la vez varios motivos

Después de La mosca sin atributos (1995), obra arriesgada aunque fallida, Javier Maqua (Madrid, 1945) ha vuelto a la novela, pero no para continuar la serie iniciada con Invierno sin pretexto (1992) y continuada en Uso de razón (1993), sino para plantear una historia diferente de aquellas; o quizá convendría decir "independiente", porque lo cierto es que muchos aspectos de esta nueva obra recuerdan esas dos novelas primeras en las que Maqua se propuso plasmar su particular visión de la sociedad española de posguerra. También la historia de Amor africano se sitúa en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil, y también las vicisitudes y el destino de los personajes están marcados por el signo de la contienda. Por diversas razones, la Isabel cuya historia sustenta las acciones de Amor Africano tiene claras concomitancias con la Lucía de Invierno sin pretexto, y el lector de Maqua percibirá sin dificultad otras analogías temáticas y formales que delatan la presencia de un estilo propio, de una escritura reconocible por sus características peculiares y su articulación narrativa.
Maqua ha escrito primordialmente una historia de amor. Pero de un amor que nace y se sostiene en medio de dificultades sin cuento y cuya conversión en relato encierra a la vez varios motivos, algunos de ellos de muy dilatada tradición literaria. Se halla en primer lugar, apenas soterrado, el antiguo tema del viejo y la niña: cuando brota el enamoramiento, Isabel apenas tiene trece años y Rafael Piannini es casi cuarentón. En segundo lugar -casi no podía ser de otro modo- aflora el motivo de la oposición familiar: tanto la madre de Isabel como la tía Remedios -con la que vive la niña- obstaculizan con todas sus fuerzas la difícil relación. Pero, frente a múltiples antecedentes literarios que podrían aducirse, la historia de este amor desigual y lleno de escollos no desemboca aquí en un desenlace dramático ni es pretexto para una distorsión caricaturesca, sino que ahonda en la idea implícita de la autenticidad de sentimientos por parte de ambos enamorados, ajenos a cualquier interés inmediato que no sea el de compartir su vida.
Por otra parte, todo esto sucede en un entorno social que singulariza la historia: la ciudad de Alcazarquivir, una sociedad convertida en baluarte de la clase militar triunfante y donde Isabel no deja de ser la hija de un "rojo" fusilado y de una "roja" que aguarda en la cárcel la conmutación de sus dos penas de muerte.
En esas condiciones, Isabel no alcanza a comprender (pág. 262) cómo su propia madre, por no retractarse de sus ideas, ha permitido que la separasen de ella y la ha condenado a crecer al amparo de su tía Remedios, que regenta un bar equívoco y que, harta ya de vivir dando tumbos, aspira a enamorar a Rafael Piannini y asegurarse un futuro acomodado.
Las dificultades derivadas de la guerra y prolongadas en la posguerra inmediata, que eran elementos temáticos fundamentales en Invierno sin pretexto, resurgen aquí, no ya sólo como marco de las acciones, sino entrelazadas con una historia sentimental en la que no se rehúye la presencia de múltiples elementos tópicos -las separaciones, la incomprensión, la zozobra y las incertidumbres de los enamorados, las cartas- que Maqua suele bordear, como otras veces, sin caer en la truculencia ni ceder a los riesgos de la literatura sentimentaloide y rosa. La historia, narrada muchos años después por una hija de Isabel de acuerdo con las informaciones proporcionadas por su madre, contiene elipsis e informaciones incompletas -junto a revelaciones de estados de ánimo confiadas al estilo indirecto libre-, como corresponde a un punto de vista que sólo transmite de los hechos lo que le permite su limitada perspectiva. De ahí el ritmo desigual con que se suceden los capítulos, algunos brevísimos, y la intercalación de pasajes que son meros destellos, recuerdos súbitos sin relación directa con el hilo conductor de la narración, o bien traslados momentáneos al tiempo del relato, como los titulados "Los moros", "La foto" o "Moda parisién". En esa selección discontinua de hechos, los límites temporales se hacen lábiles e imprecisos, y su unidad reside únicamente en la pertenencia a un pasado del que, por imperativo de la memoria, emergen sólo o preferentemente los sucesos que jalonan las dificultades del noviazgo.
Apenas sabemos nada de lo ocurrido después, ni cuál es la suerte de tía Remedios (lo que, después de la importancia concedida al personaje, constituye sin duda un cabo suelto en la narración). Más discutible es aún el escamoteo del encuentro de madre e hija, cuyo relato debió afrontar el autor en lugar de convertirlo en ese "desencuentro" de problemática verosimilitud.
Es en los aspectos constructivos de esta última parte donde la novela ofrece su flanco más débil. Después del largo extracto de las cartas de Rafael -donde sí hubiera sido conveniente alguna poda- y del viaje detallado de Jacinta hasta Algeciras, resolver el encuentro definitivo en media docena escasa de líneas no es la solución más adecuada.
Maqua escribe con brío -aunque haya que reprocharle algún vituperable desliz, como la frase "se retiró en olor de multitud" (pág. 116)- y , cuando hace falta, remeda sutilmente estilos diversos, como el hinchado del aprendiz de poeta (pág. 24), el coloquial y plagado de muletillas de tía Remedios o el epistolar de Rafael Piannini. Hay una buena caracterización ambiental de Alcazarquivir y, sobre todo, está muy cuidadosamente trazada la acumulación de sensaciones e impresiones que marcan el paso a la pubertad de Isabel, que, a pesar de sus contradicciones y su frecuente desorientación, es uno de esos personajes de Maqua que, azotados por el desamparo, van dejando a su paso una estela de inmarcesible pureza.