Novela

La Partitura

Felipe Hernández

20 junio, 1999 02:00

Seix Barral. Barcelona, 1999. 382 páginas, 2.800 pesetas

Como es de esperar en un texto tan denso y audaz, esta novela requiere una lectura muy atenta y pausada

Hace diez años que el joven Felipe Hernández (Barcelona, 1960) aparecía en el panorama literario español como finalista del premio Herralde con una ambiciosa y compleja primera novela, Naturaleza (1989). En las casi trescientas páginas de aquel texto denso la antinomia Naturaleza-Cultura se aborda desde la condición mediadora de la Educación, que protagonizan, en dos tiempos separados, un viejo pedagogo antirrousseauniano y un joven maestro destinado, veinte años más tarde, a ejercer su labor en un lugar inhóspito donde la hostilidad de sus gentes es prolongación de una tierra desolada. Después de este título emblemático, Naturaleza, y tras los cuentos reunidos en Inundación y la novela La deuda (1998), aparece la tercera entrega novelística del autor barcelonés, La partitura, con mejoradas cualidades de ambición, densidad y complejidad por su indagación en el misterio del arte y sus oscuras implicaciones en los más recónditos pliegues de la naturaleza humana. Con lo cual se va perfilando la sólida trayectoria narrativa de un autor que se sitúa en la órbita de la novela centroeuropea que va de Kafka y llega a Hermann Broch, pasando por Robert Musil, y que se caracteriza por su audaz empeño intelectual de exploración psicológica y existencial del ser humano sorprendido en situaciones extremas.
En La partitura se acomete el proceso creativo que, en última instancia, conduce a expresar la existencia por medio del arte, retratando una vida, con su pasado y su ritmo interior, en las notas de una composición musical. Con tal cometido el joven compositor José Medir recibe un encargo del influyente profesor y gerente del auditorio Ricardo Nubla para que desarrolle una extraña partitura cuya música pueda ser la cifra de su vida. Todo resulta enigmático e inquietante, más allá de las circunstancias más o menos comunes del entorno en que se mueven casi todos los personajes en sus relaciones laborales, familiares y afectivas, en un espacio bastante desrealizado y cargado de simbolismo (que alcanza también a algunos nombres propios). Nubla es un afamado profesional de la música que tiene un pasado turbio y misterioso. Medir aparece como un joven con gran talento, abismado en sus migrañas y en el caos sonoro de los ruidos que acompañan sus permanentes obsesiones musicales. Por necesidades familiares ha tenido que abandonar sus estudios en Londres. Sus clases particulares a las hijas de una familia acomodada quedan entorpecidas por este inquietante encargo de su antiguo profesor de conservatorio, consistente en representar el alma de una persona a través de una partitura musical: "Hablo de memoria y de inmortalidad. La música y sus ritmos son el esqueleto mismo de la memoria. Si alguien tuviera la suficiente clarividencia y talento como para aprehender el ritmo de un ser y transformarlo en armonía, convertiría a ese ser en música, de tal modo que si un ciego oyera esa música podría ver perfectamente la imagen de ese ser concreto ante él" (pág. 30).
Tamaña empresa comporta un viaje iniciático erizado de dificultades que, en definitiva, no llegan a salvarse del todo, pues, al final de esta encrucijada de correspondencias entre la vida y la música, tan sólo podemos asomarnos a los designios insondables del arte, resignarnos ante la esencial inaprehensibilidad de la realidad y, tal vez, intuir que la belleza y el horror conviven en el misterio del arte. He aquí la lección última que parece desprenderse de la genialidad y el estremecido desasosiego apreciados en la partitura.
Como es de esperar en un texto tan denso y audaz, por más que sus complejidades se atenúen en cierta medida por la intriga creada en el desvelamiento de un pasado incierto y en las relaciones afectivas de algunos triángulos amorosos, esta novela requiere una lectura muy atenta y pausada. Quienes hayan leído La música del mundo (1995), sorprendente primera novela de Andrés Ibáñez, cuentan con un apropiado referente para renovar con La partitura un camino interior con derivaciones conceptuales sobre el ansia de creación y la zozobra existencial ante lo ignorado.