Novela

Mensajeros de la oscuridad

Alicia Giménez Barlett

11 julio, 1999 02:00

Plaza & Janés. Barcelona, 1999. 267 páginas, 2.650 pesetas

E n los últimos treinta años hemos asistido a un notable incremento de los relatos de intriga o abiertamente adscritos a cualquiera de las diversas modalidades de la novela policíaca, y la curva ascendente continúa, de modo que los panoramas críticos trazados sucesiva-
mente por Valles Calatrava (1991), Vázquez de Parga (1993) o Colmeiro (1994) se han visto sobrepasados por la actividad editorial reciente en este terreno. Además de las ocasionales incursiones en el género ensayadas por escritores de fuste, como Torrente Ballester, Benet, Mendoza o Muñoz Molina, contamos con la producción de García Pavón, Vázquez Montalbán, Andreu Martín, Juan Madrid y otros, muchos de los cuales coinciden en haber creado un personaje de investigador o policía que reaparece en diversas historias, como en los modelos clásicos del relato de intriga anglosajón. A este amplio elenco hay que añadir el nombre de Alicia Giménez Barlett (Almansa-Albacete,1951), que en Mensajeros de la oscuridad presenta por tercera vez a la inspectora Petra Delicado -protagonista y narradora de la historia- y al subins-
pector Garzón, de la policía judicial de Barcelona, esta vez en un asunto de mayor envergadura que en sus dos casos anteriores, relacionado con las actuaciones de una fanática secta religiosa y con un tentáculo de la mafia rusa que comienza a implantarse en algunos lugares de España, inesperada conexión que obliga a los dos investigadores a realizar un viaje a Moscú para buscar allí las claves del misterio.
¿Qué puede pedirse a una novela de esta naturaleza? En primer lugar, que su trama esté bien urdida y tenga una mínima coherencia. En este sentido, el planteamiento es original, y los macabros envíos de penes amputados crean una expectación bien dosificada cuya explicación final, sin embargo, no se halla a la misma altura (¿no podía el denunciante haber escogido un modo menos truculento de llamar la atención?). El trámite de las investigaciones resulta verosímil y está narrado con soltura -aunque el enlace con la mafia rusa está un poco traído por los pelos y el viaje a Moscú no tenga demasiada justificación-, y una leve pátina de humor se filtra en los momentos de mayor tensión, sirviendo así de elemento distanciador, como para recordar de vez en cuando al lector que la novela, a pesar de algunas ferocidades casi inevitables, es un legítimo producto de entretenimiento. La extremosidad del comisario Coronas -un tipo común en multitud de películas "de comisaría"-, el temperamento gruñón y anticlerical del subinspector Garzón -con su desmedida afición a los versos escatológicos- y, sobre todo, la desinhibida visión del mundo de la inspectora Delicado -donde, en medio de las convenciones del género, brillan no pocos detalles que son otros tantos aciertos psicológicos- aportan al esquema de los modelos narrativos que sirven de sustento a la novela algunos elementos originales que mantienen el interés. Y lo mismo cabe decir de algunas escenas concretas, como los exámenes forenses de los miembros amputados. Los personajes, como no podía ser de otro modo, se acercan a estereotipos conocidos y previsibles, bien explotados por el género -con la excepción parcial ya subrayada de Petra Delicado-, pero no son meros fantoches, sobre todo cuando sobre ellos se proyectan las reacciones o las impresiones más espontáneas de la narradora, como sucede con los hombres que súbitamente despiertan su interés por unas u otras razones: el doctor Montalbán, el padre Villalba, Rekov... Mensajeros de la oscuridad -título que sirve para designar a los jóvenes atrapados en las redes de sectas oscurantistas- es un relato digno que no pretende alcanzar un nivel trascendente. Encorsetado deliberadamente en las estrechas pautas de un género explotado hasta la saciedad por la literatura narrativa y por el cine, no puede pedírsele originalidad donde es imposible que la ofrezca. Pero Barlett podía haber aplicado la receta de modo más acomodaticio, y se ha esforzado, por el contrario, en acentuar los detalles inovadores o menos tópicos, sin renunciar en absoluto a la ambición literaria. He aquí una actitud loable que conviene destacar.
Es en el lenguaje -por lo general fluido y vivaz- donde tropieza en algunas ocasiones: cae de vez en cuando en expresiones tópicas e inertes ("frente perlada de gotas de sudor", pág. 24), en descuidos de concordancias ("le crecen los dientes a tus hijos", pág.70; "velas con el escudo del Barça y otras con las del Madrid", pág. 71), en unos pocos usos abiertamente impropios ("contexto" por "ámbito", pág. 125; "dorso" [de los libros] por "lomo", pág. 161) o desaconsejables, sin más: "mi cerebro era mucho más escéptico que el de Garzón" (pág. 29); "el enlentecimiento de la investigación" (pág. 96); "retomó sus modales" (pág. 121); "vamos a hacer un interrogatorio en profundidad" (pág. 226). Y hasta tropezamos con una "descripción caractericial" (pág. 127) -por "caracterológica"- que supera el nivel de todos los neologismos léxicos imaginables. Ninguno de estos desvíos era necesario, sobre todo en una novela cuyo lenguaje es más vehículo que objeto en sí mismo. Pero son descuidos que la autora podrá vigilar en otras ocasiones. A cambio de ello, no tendrá que aprender a contar. Ya lo hace bien con los limitados materiales que ha escogido.