Novela

El año que pasé en la bahía

Peter Handke

18 julio, 1999 02:00

Traducción de Eustaquio Barjau. Alfaguara. Madrid, 1999. 587 páginas, 4.500 pesetas

No nos encontramos ante una novela de fácil lectura. Cada acontecimiento narrado va precedido de una serie de antecedentes de la historia en cuestión. Las continuas digresiones nos hacen recordar en cierta forma al mismísimo Faulkner, pero llegan a resultar tediosas

L a década de los 60 resultó especialmente "movida" en el panorama literario germano debido a la polémica suscitada por Peter Handke (1942), que se atrevía a cuestionar la obra de los dos autores alemanes más populares y consagra- dos del momento, ni más ni menos que Heinrich Boll (1917) y Gunter Grass (1927). Como ocurre en las disputas entre padres e hijos, la ruptura o salto generacional bien pudieran encontrarse en el corazón de la disputa; sin embargo, la argumentación de Handke intentaba girar en torno a condicionantes exclusivamente literarios. Acusaba Handke al autor de El tambor de hojalata y al de Confesiones de un payaso de haber puesto la novela al servicio de causas sociales olvidando los aspectos exclusivamente estéticos de la obra de arte. Sería precisamente la denuncia de aquel estado de la cuestión el tema de su obra teatral más conocida, Kaspar (1969); pero no será hasta la década de los 70 cuando vean la luz sus novelas más importantes: La mujer zurda (1976) y El largo camino a casa (1979).
La novela que ahora podemos encontrar en nuestras librerías, El año que pasé en la bahía de nadie (1994), tiene mucho de obras ante- riores -fundamentalmente la idea del viaje, ahora mental, como motor de la acción-, pero apreciamos un claro afán por la experimentación narrativa que la sitúa en postulados próximos a la metaficción. La obra narra la historia de un escritor australiano, Gregor K. (su apellido es Keuschnig, pero en un clarísimo guiño a Kafka utiliza tan sólo la inicial), que a sus 55 años, "casi 56", decide recluirse en una casa a las afueras de París que él bautiza con el nombre de "bahía de nadie" (no se puede obviar un claro juego con el original alemán, "Niemandsbucht", pues "buch" en alemán significa "libro", pareciendo sugerir que se trataría de "el libro de nadie").
Gregor comienza a recordar poco antes de la Semana Santa (muerte y resurrección) un año crucial en su vida cuando veinte años antes decidió alterar sustancialmente su modo de vida para ser un ciudadano paciente en vez de agente como hasta entonces. Ese arranque tan directo como impactante, "Sólo una vez en mi vida he experimentado hasta ahora la transformación" marca el tono de lo que vendrá a continuación. Pero al tiempo de escribir esa especie de memorias Gregor se ve también acuciado por la necesidad de terminar una novela donde intenta precisamente reflejar esa novedosa concepción del mundo y su existencia. El protagonista se encuentra atrapado por su propia ambigöedad entre dos mundos que adquieren diversas representaciones como el pasado y el presente o la realidad de lo que ha sido su vida y la ficción que representa una novela.
Será precisamente esa bahía de nadie, esos suburbios de París que no son ni la gran urbe ni la naturaleza en estado puro, el espacio ideal fronterizo donde apartar el trigo de la paja en ese viaje de introspección personal lleno de interrogantes: "¿Soy yo también un ególatra? ¿Uno de los emperadores de sí mismos, de los que hoy en día encontramos millones de ejemplares? ¿Tanto más inesquivable la nueva transformación? ¿O hay que llamar a eso aborto?". Allí hará nuevos amigos y recordará a su mujer Ana, "la mujer catalana", también a la miss Yugoslavia con la que tuvo una aventura amorosa y, cómo no, a su hijo Valentín, como el propio Gregor un viajero incansable.
No nos encontramos ante una novela de fácil lectura. Cada acontecimiento narrado va precedido de toda una serie de antecedentes de la historia en cuestión. Se trata en muchos casos de continuas digresiones, que en cierta forma nos hacen recordar al mismísimo Faulkner pero que también pueden llegar a resultar tediosas. Mucho más sutil e interesante resulta el tratamiento temporal. En "El día", capítulo con el que concluye el libro, el lector se ve magistralmente atrapado por una compleja telaraña de acontecimientos y llega a cuestionarse si el año de la metamorfosis es el referido veinte años antes o el del momento en que escribe la obra, o el año de cualquiera de sus personajes. Un postre exquisito para una comida tal vez demasiado pesada.