El egoísta
Nativel Preciado
14 noviembre, 1999 01:00El protagonista es una persona encumbrada de la sociedad española de ahora, un noble, el barón Baltasar Orellana, poderoso en la sombra y muy rico. Un cercano percance le lleva a cuestionarse el sentido global de una vida de múltiples éxitos: en la cama, en los negocios, en la influencia social. Ha conquistado mujeres, ha reunido una magnífica colección de arte y ha sido senador por designación real, pero algo falla bajo ese retrato acabado del triunfo, el poder y la felicidad.
Orellana, impasible y soberbio, déspota y exquisito, descubre, anciano y presintiendo su muerte, los restos del naufragio de su existencia. Un último amor con la doctora que lo trata, pasión auténtica e imposible, le desvela su radical desvalimiento, el punto de no retorno al que ha llegado una vida que se salda con el fracaso y la soledad. Esta circunstancia propicia una recuperación del pasado y el rescate de un drama familiar.
Ahora, pues, Preciado aborda un tema intemporal, la desgracia que también aflige a quienes dominan el mundo. Nadie, parece decir, se salva de esta zarabanda horrible que es la vida. Si los últimos días de Orellana mueven a compasión, el resto de su existencia inspira desprecio. Este enfoque contradictorio genera ambigöedad. Hay algo de soterrado ajuste de cuentas con un mundillo deleznable, el sector económico y político del papel couché, que frecuenta restaurantes carísimos y guarda las mejores maneras mientras urde negocios criminales, Pero al lado, las tribulaciones finales del barón y un punto de vista humanitario inclinan la historia hacia la piedad.
Esta indecisa mezcla de denuncia y melodrama (algo así como los ricos también lloran, en versión española fin de siglo, con políticos adinerados deshonestos) se desarrolla a base de recursos de la literatura de consumo, La historia del viejo se trenza en una trama delictiva llena de estereotipos: un ministro del Interior calculador, un policía que fisga en las cloacas del gran mundo, negociantes fraudulentos de arte y narcotraficantes internacionales. Los caracteres tienden al maniqueísmo: la veterana amante que quiere desplumar al anciano, el secretario vengativo, la doncella fidelísima. No faltan tampoco ni la tragedia privada (el hijo muerto y la esposa enloquecida) ni el excipiente erótico expreso. Los espacios, por su parte, conjugan modernidad y exotismo: de una lujosa terraza en la última planta de un rascacielos sobre el madrileño parque del Oeste se pasa a un Carmen romántico en la ladera de la Alhambra granadina.
Con estos elementos -intriga, dinero sucio, drama y malas pasiones- está dado el esquema de una narración popular abocada a un éxito casi seguro. A él contribuirán otros factores. De entrada, una amenidad anecdótica y una fluidez narrativa que arrastran a un seguimiento continuado de las peripecias: por sus dimensiones y sencillez la obra se lee con gusto de un solo tirón. También cuenta la similitud de personajes y sucesos con otros muy difundidos por los "media". Todo ello viene de una sensibilidad de la autora hacia lo noticioso, a veces pasado sin apenas modificaciones a la ficción, según hace con la figura de un famoso y cínico ladrón de arte.
Lo mejor de El egoísta está en el logro de una historia muy entretenida, Pero ese mérito no contrarresta un saldo en conjunto endeble debido a un excesivo conservadurismo en la forma, a una falta de tensión en el estilo y, a la postre, a la limitada ambición estética con que se afronta esa historia, llamativa pero de escasa envergadura.