Wyoming
Barry Gifford
13 febrero, 2002 01:00Barry Gifford
Aunque parece imposible disociar al autor de sus personajes y de las películas de David Lynch y Alex de la Iglesia basadas en sus novelas, lo cierto es que Barry Gifford (Chicago, 1946) es mucho más que el padre de Saylor y Lula. Poeta, guionista y narrador, es uno de los autores contemporáneos más destacados. Con alguna rareza, como la colección de postales de relámpagos que ocupa una pared entera de su estudio de Berkeley, junto a montones de libros apilados, manuscritos de proyectos cinematográficos, carteles de sus películas y recuerdos de sus viajes. Acaba de pasar por España para presentar Wyoming en una gira que le llevado por medio mundo, a pesar de lo cual asegura que "Estados Unidos es el lugar más exótico que conozco". Además, ha publicado un libro de poemas, Replies to Wang Wei, y otro de ensayos sobre cine negro, Out of the Past.
Me refiero, claro está, a características inconfundibles como un argumento que se imbricaba con la larga tradición norteamericana de literatura de viajes (que iniciaron en el XIX Fenimore Cooper y Washington Irving, y que consolidó Mark Twain), y los diálogos como eje y soporte de la estructura narrativa. ésas vuelven a ser las constantes de su última novela aparecida en nuestro país, y que el propio autor presentó hace unos días, Wyoming.
En este caso los viajeros son Kitty y su hijo de nueve años Roy, que llevan a cabo cuatro viajes por los Estados Unidos, a mediados de los años cincuenta, y cuyo destino final es Wyoming. Pero no el Wyoming de los "cowboys", sino un Wyoming espiritual, mental, porque, tal como dice Kitty, "todo el mundo necesita un Wyoming" (página 45).
La acción transcurre casi por completo dentro del coche y el contenido se desarrolla mediante una sucesión de treinta y cuatro breves viñetas, de apenas un par de páginas cada una, que corresponden a otras tantas conversaciones entre la madre y el hijo. Aunque ninguno de los temas es tratado en profundidad, descubrimos que el matrimonio de Kitty no funcionó y que la vida del padre, que fallece demasiado joven a los cuarenta y ocho años al final de la obra, resultaba, cuando menos, realmente turbulenta.
Nos movemos continuamente en un mundo de nieblas, imprecisiones, sugerencias... ante las cuales el lector debe sacar sus propias conclusiones. Así, por ejemplo, no sabemos a qué se dedica Kitty, aunque sospechamos oscuras activi- dades cuando algunas noches abandona la habitación de los moteles de carretera donde se alojan. "¿Todo el mundo tiene secretos? (pregunta Roy)". "Sí, por supuesto" (contesta Kitty). "¿Y tú?". "Uno o dos". "¿Te morirías si alguien los descubriera?". "Morirme no. Pero hay un par de cosas que preferiría que no supiera nadie". "¿Incluido yo?". "¿Tú, qué?". "¿Tienes secretos que no quieras contarme?". "Roy, hay ciertas cosas en las que prefiero no pensar, cosas que intento ocultar a todo el mundo, incluso a mí misma". No ha de ser fácil ocultarse algo uno mismo". (pág. 143). Es la ingenuidad del niño, con sus infantiles preguntas como: "Oye, mamá, cuando un pájaro muere ¿adónde va su alma?" (pág. 29); "Mamá, ¿qué pasaría si no hubiera sol?" (pág. 49), "Mamá, tú de niña, ¿qué querías ser cuando fueras mayor?" (pág. 159), o "¿Por qué no me dijiste que papá iba a morir?"(pág. 165).
Es mediante este tipo de preguntas como se inician la mayoría de los sketches, lo que convierte a esta novela en una obra entrañable. Al mismo tiempo, los interrogantes se convierten en acicate para que la madre vaya, progresivamente, desvelándonos sus preocupaciones e inquietudes.
Y, por extensión, también las de su hijo, a quien no le importa no tener amigos, pero que se encuentra inseguro ante el amor de su padre, o la compleja relación entre sus progenitores. Pero, como ya se ha apuntado, de forma tal vez excesivamente superficial. ése es precisamente, entiendo, el punto más débil, de la obra, la falta de concreción, de definición. Aunque, de justicia es reconocerlo, esas suelen ser las "reglas" de este tipo de conversaciones.
Lo que pierde en el análisis profundo de los personajes lo gana en agilidad narrativa; cada una de las conversaciones transcurre ante nuestros ojos con la misma velocidad que pasa el paisaje a través de la ventanilla del coche. Porque además de los personajes, el lector tendrá una buena dosis de cultura norteamericana, con sus partidos de béisbol, moteles y también de geografía del país.