El reino de Celama
Luis Mateo Diez
6 febrero, 2003 01:00Luis Mateo Diez. Foto: M.R.
Luis Mateo Diez representa hoy una de las voces más originales y con mayor coherencia y fidelidad artísticas a un mundo literario personal nacido de unas gentes y un territorio de la provincia del hombre explorados en sus pliegues más íntimos, en un viaje interior trazado con paciente labor creadora.Varias novelas de indiscutida relevancia han hecho del autor leonés un clásico en vida. Por eso sus obras empiezan a figurar en las más importantes colecciones de clásicos: Los males menores, con prólogo de Fernando Valls, en Austral (2002) y La fuente de la edad, con introducción de Santos Alonso, en Cátedra (2002).
Ahora llega la edición conjunta de la trilogía de Celama, con un apéndice (antes publicado en edición no venal) con cinco textos del autor y el mapa del territorio (en el que se ha corregido la errata en el hidrónimo Esla por Sela). El espíritu del páramo (1996) delimita el espacio de Celama y recrea pasiones de sus gentes con el propósito de salvarlas del olvido. Son historias eternas narradas con cierta autonomía. Por encima de su aparente dispersión se tejen recurrencias textuales y conexiones simbólicas que anudan la trama novelesca de estos seres en un relato (subtítulo) de su lucha por una existencia primaria en la miseria de la llanura, desde la desolada despedida de un viejo Rey Lear de aquel reino de la nada hasta la suplantación de un hijo que ya no volverá.
Sigue La ruina del cielo (1999), impresionante obituario en el que uno de los personajes de la novela anterior, el médico Ismael Cuende, completa el censo de muertos de Celama con ayuda de los papeles de su antecesor a finales del siglo XIX. La novela se disgrega en la trama episódica de unos 400 personajes. El conjunto es una metáfora de la ruina por la destrucción de un territorio y de su cultura rural, recuperados en la memoria de los muertos. La omnipresencia de la muerte hace de esta obra una terrible alegoría del destino humano en su viaje definitivo. En su discurso, proteico y multigenérico, se unifican la narración de Cuende, diálogos corales de los muertos, narraciones orales, recreaciones de obras clásicas y descripciones topográficas y antropológicas. El resultado es una novela polifónica, de extrema complejidad simbólica por la hondura de su pensamiento y el pesimismo de su deso- lada épica del desaliento.
La trilogía se cierra con El oscurecer (2002), un encuentro en un decrépito apeadero entre un viejo que vuelve a Celama sin saber a dónde va ni en qué lugar se ha bajado del tren y un joven que huye a cualquier parte. Estamos en el momento crepuscular de una civilización extinguida. Así lo sugiere la repetida visión del pájaro decapitado que abre y cierra la novela como símbolo de naturaleza muerta en aras del progreso. El ciclo acaba en el definitivo oscurecer del olvido, pues el páramo es, al cabo, un territorio del alma. Leídas ahora las tres obras, con su texto depurado en mínimos retoques, el conjunto se ofrece como una magna novela concebida con el compromiso moral de salvar la memoria de toda una cultura, convirtiendo su geografía sin leyenda en territorio mítico creado con la ambición totalizadora de los textos sagrados. Con razón el autor quiere verla como poe-ma sinfónico: la primera parte sería la obertura; la segunda, una sinfonía; la tercera, un solo sostenido. Y por una vez estoy de acuerdo con la información editorial que presenta El reino de Celama como "una metáfora, tan hermosa como compleja, sobre la desaparición de las culturas rurales y, a la vez, una ventana a lo más hondo del corazón humano, y un homenaje a la heroicidad de tantas existencias anónimas que asumen silenciosas su destino".