Image: Pisando los talones

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Novela

Pisando los talones

Henning Mankell

29 abril, 2004 02:00

Henning Mankell. Foto: Alberto Cuéllar

Traducción de Carmen Montes. Tusquets. Barcelona, 2004. 557 páginas, 20 euros

Los casos del inspector Wallander son algo más que relatos policiales. Henning Mankell (Estocolmo, 1948) ha creado un personaje que le permite ejercitar la introspección y la crónica social. Su mirada revela escasa indulgencia hacia una sociedad que cada vez produce en mayor medida sentimientos de fracaso y exclusión.

La desaparición y el posterior asesinato de tres jóvenes evidencian la irracionalidad de nuestra época. Para algunos, el crimen en serie es la única forma de adquirir una identidad. Al igual que Eichmann, el asesino es un hombre banal, incapaz de explicarse, sin otra motivación que probar su eficacia y minuciosidad. En esta ocasión, los crímenes responden a una misteriosa pauta. La cuidadosa planificación de cada asesinato desborda a los investigadores, sembrando pistas falsas que frustran los esfuerzos para evitar nuevas víctimas. Svedberg, uno de los más estrechos colaboradores de Wallander, perderá la vida de una forma brutal y dos recién casados sufrirán el mismo destino a las dos horas de su enlace. La muerte de Svedberg pone de manifiesto que lo desconocemos todo de los otros. Nada es lo que parece. Ni la convivencia ni la rutina laboral garantizan el acceso a la verdadera identidad. La intolerancia obliga a ocultar las emociones, los anhelos, los temores. La proximidad apenas esclarece el misterio que alienta bajo cada existencia. Nada es gratuito. Cada gesto exige una interpretación. Las pesquisas policiales son un ejercicio hermenéutico que sólo muestra una verdad parcial.

La impotencia de la policía refleja el desánimo de la sociedad sueca. La crisis del Estado del bienestar se ha convertido en una fuente de marginación. La flexibilidad del mercado laboral sólo es un eufemismo que reduce a los trabajadores a la condición de mercancías. La inmigración y el desempleo sitúan a muchos individuos en las afueras de la comunidad. Condenados a contemplar la opulencia ajena desde el exterior, sólo conocen una rutina de desesperanza. Es imposible no recordar el célebre pasaje de Proust, donde un grupo de hambrientos observa a los clientes de un restaurante de lujo, aplastando su rostro contra el cristal. Proust ya advierte que los que están fuera, algún día devorarán a los comensales. Wallander no disculpa la violencia gratuita del asesino en serie, pero entiende que el origen de sus actos trasciende la responsabilidad individual. La economía de mercado ha colocado el trabajo en el centro de la vida social, sin preservar ningún espacio para las cuestiones espirituales o afectivas. El aumento de la delincuencia no ha promovido la reflexión, sino la urgencia de sacrificar la libertad en beneficio de la seguridad. Mankell no descubre nada original, pero es difícil no estar de acuerdo.

El retrato psicológico de Wallander acredita el talento literario de Mankell. Separado, con problemas de sobrepeso, diabético, se aproxima a los 50 sin haber conseguido resolver sus afectos. Su padre nunca le perdonó su elección profesional. Su ex mujer le considera responsable del alejamiento de su única hija. Sus intentos de rehacer su vida sentimental desembocan una y otra vez en el fracaso. Todo funciona mal en su caótica existencia, salvo su trabajo, que le obliga a comerciar con la podredumbre del ser humano. Desde Kafka, parece inevitable asociar el fracaso a la condición de hombre. Eso sí, Mankell no es Kafka. Su maestría en la dosificación del suspense no evita que sus novelas se prolonguen innecesariamente. Los personajes secundarios carecen de entidad y la intriga desplaza al estudio psicológico y el análisis social, produciendo cierta sensación de puerilidad. Además, se repite una y otra vez el mismo modelo. Sería injusto excluir a Mankell del terreno de la verdadera literatura, pero es indudable que no pertenece al dominio de los creadores más exigentes. En cualquier caso, sus novelas se leen con gratitud. Son amenas y estimulantes, lo cual no es poco en un tiempo donde el oficio de crítico incluye penitencias como leer a Dan Brown o Paulo Coelho.