Image: La peste bucólica

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Novela

La peste bucólica

Alejandro Cuevas

27 mayo, 2004 02:00

Alejandro Cuevas. Foto: Montse Álvarez

Losada. Madrid, 2004. 340 páginas, 18 euros

Aunque la originalidad no sea por sí misma garantía de calidad en las obras de arte, su búsqueda constituye un mérito en tiempos de conformismo adocenado. Alejandro Cuevas (Valladolid, 1973) quiere distinguirse y este propósito funciona como motor de La peste bucólica.

El deseo de mostrar una escritura original se anuncia en ese título paradójico y se confirma tanto en rasgos formales como anecdóticos. Para dar cuenta de distintos enfoques de la anécdota el autor pone el número de los capítulos de forma peculiar: utiliza cifras arábigas o romanas o lo escribe con sus letras. Y con el fin de mostrar el disparatado mundo que vivimos urde una historia muy inventiva, llena de sucesos y comportamientos sorprendentes. Baste con señalar que un puñado de personajes trabaja como "narradores a sueldo" con la exigencia de copiar la vida real de una persona real.

La ocurrente peripecia tiene lugar en un espacio urbano imaginario, Ciudad Gómez, aquejado de una plaga de bucolismo que produce raros efectos, una flojera emocional de difícil terapia. Este motivo que engloba el conjunto de la novela sintetiza el ánimo del autor para salirse de lo trillado y convencional. No se trata, sin embargo, de una acumulación gratuita de rasgos insólitos. Todo tiene su porqué. En esencia, Cuevas busca construir una parábola de la vida actual aplicando a la realidad una mezcla de los espejos stendhaliano y valleinclanesco. Por el lado de aquél, no se priva de apuntar datos de la experiencia cotidiana. Por el otro lado, distorsiona o satiriza actitudes corrientes de la gente común hasta conseguir un retrato contemporáneo de género mestizo, fusión feliz del melodrama, el esperpento y la deshumanización kafkiana.

Esta alegoría la monta Cuevas mediante unos cuantos personajes que sostienen un argumento fraccionado. Este criterio produce el efecto de algo un tanto disperso, aunque mantiene unas pocas líneas básicas. Lo notable es el sucederse sin descanso de anécdotas curiosas. Todas tienen el denominador común de una buena imaginación, casi siempre burlesca. El autor refiere episodios de excelente humorismo y de fuerte intención crítica. Sus dotes se ven al configurar tipos en situaciones singulares: las tribulaciones y difícil relación con su madre de Waldstein, empleado en la multinacional noruega de pompas fúnebres Clímax Internacional; las disquisiciones sobre técnicas del relato de los narradores por encargo; o la personalidad escindida entre dos ocupaciones, la de gigoló y la de crítico de cine que nunca ve las películas, del nihilista posibilista Sergio Sánchez.

Uno de los narradores a sueldo sostiene la tesis de que, como todas las historias han sido ya contadas e incluso todas las vidas vividas, estamos abocados a la parodia, al paroxismo y a la paráfrasis. Una semejante postura postmoderna alienta La peste bucólica y sirve de base para una visión muy revulsiva del mundo. Esta óptica se salda con resultados positivos en la parte inventiva, pero con otros más discutibles, sobre todo en lo que esa consideración escéptica de la novela supone de autolimitación. Seguramente será una urticaria juvenil y como arrieros somos, en el camino encontraremos al autor.