Novela

La Casa Gris

Josefina Aldecoa

10 noviembre, 2005 01:00

Josefina Aldecoa. Foto: Carlos Miralles

Alfaguara. Madrid, 2005. 294 páginas, 18 euros

Explicaba sin medias tintas Josefina Aldecoa en sus recientes memorias, En la distancia, qué objetivo persigue en sus libros: con ellos, puntualiza, he "pretendido llegar a los demás, comunicarme con ellos".

A esta meta apuntan, en efecto, sus novelas, y a tal propósito se debe el éxito de algunas narraciones de trazado tan sencillo y contenido tan simple como, entre otras suyas, El vergel (1988) o la muy reeditada Historia de una maestra (1990). Quien conozca alguno de estos libros puede hacerse idea cabal de La Casa Gris. También aquí, incluso más que en otras ocasiones, Aldecoa cuenta en un tono plano, sin estridencias, como un observador que se contentara con apuntar en una libreta unas puras observaciones, la vida cotidiana de un grupo de mujeres que circunstancialmente coinciden en un lugar durante un poco de tiempo.

En esas mismas memorias se encuentra la base real de este libro. La joven Josefina Rodríguez (nombre éste civil que utilizó también en sus comienzos literarios, antes de adoptar el apellido de su marido, el narrador Ignacio Aldecoa) viajó a Inglaterra al acabar la universidad para ampliar su formación y estuvo un verano trabajando en una residencia privada. El libro evoca el ambiente de esa residencia, la Grey House o Casa Gris del título. Al regreso de aquella experiencia, inusual en la España autárquica del primer franquismo, y excepcional tratándose de una mujer, escribió esta crónica novelada.

Según noticias de la propia autora que el libro no da, La Casa Gris quedó olvidada y ahora se rescata, aunque no sé si con el texto primitivo o con modificaciones estilísticas o de otro tipo. Sí encaja, en todo caso, con una tónica de época proclive a registrar sin gran aparato la vida común que compartieron el grupo de amigos escritores de la autora, la Martín Gaite de "entre visillos", el Sánchez Ferlosio de los domingueros excursionistas al Jarama, el Fernández Santos de "los bravos" sobrevivientes en la montaña asturleonesa, o el mismo Ignacio Aldecoa, quien resumía su poética en un "yo escribo de lo que tengo cerca".

El mismo gusto por espacios cerrados, personas comunes y vidas anónimas inspira La Casa Gris. En ella se cuenta la estancia de Teresa, la chica española alter ego de la autora, en esa mansión de orígenes nobiliarios entre junio y septiembre de 1950. Alrededor de Teresa andan algunos otros sirvientes: la cocinera, las encargadas de los pisos o camareras, el portero nocturno; también la responsable de la casa y sus ayudantes; y alguna residente. Teresa anota y comenta sus vivencias en primera persona. Los otros personajes se presentan desde fuera: se van alternando, a lo largo de una línea trazada sobre el sucederse de los días, un tanto a la manera de dietario anónimo, en breves pasajes y nos llegan minuciosas informaciones de sus hábitos, aspiraciones, y dolores, todo muy corriente, aunque no falten algunos sobresaltos.

A ratos la Casa parece una Arcadia, otros adquiere un halo inquietante. Varias visitas de Teresa a la cercana Londres refuerzan su percepción de hábitos muy distintos a los españoles, y eso y la multiplicidad de comportamientos vistos en la residencia sirven para hacer un modesto retrato de la condición humana en el contexto de la diversidad de culturas. Sobre la Casa planean las huellas de la reciente gran guerra, hay gente tolerante y también intransigente, y domina un llamativo ambiente de libertad.

No es La Casa Gris un libro con grandes pretensiones. Apenas busca otra cosa que plasmar un puñado de vivencias, sensaciones y tensiones psicológicas, y presentar sin rebuscamientos una galería de personajes casi todos femeninos, bastante comunes, pero no faltos de un fondo de misterio en unos cuantos casos notables. El estilo es muy simple, de frase corta. La construcción, tradicional, con secuencias sueltas en las cuales alternan narración, descripción y diálogo. El desarrollo es un tanto monótono, tal vez porque quiera reproducir la monotonía de la existencia. A eso se limita: a comunicar de un modo cálido, como en cercanía al lector, mediante unas estampas costumbristas, una etapa singular en el proceso de maduración de una joven.