Abril rojo
Santiago Roncagliolo
4 mayo, 2006 02:00Santiago Roncagliolo. Foto: Antonio Heredia
El peruano Santiago Roncangliolo (1975) no era un desconocido cuando obtuvo por Abril rojo el premio Alfaguara. Con anterioridad había publicado El príncipe de los caimanes y Pudor, que ha sido traducida a varias lenguas y será llevada a la pantalla, y un libro de relatos, Crecer es un oficio triste.
La ficción de Abril rojo está construida bajo unos límites temporales estrictos, entre el 9 de marzo y el 3 de mayo de 2000, durante la siniestra corrupción de Fujimori, en una farsa electoral en la que participará el protagonista. La naturaleza política del conjunto se sustenta sobre el esquema del relato policíaco. Chacaltana Saldívar, con sus metódicos informes a la policía y al Ejército, será el desencadenante de una serie de crímenes, fruto de la guerra contra una guerrilla casi desaparecida. Porque la acción se sitúa en Ayacucho ("rincón de muertos") y sus alrededores, donde sobreviven leyendas prehispanas, donde la sangre y la violencia adquieren rasgos rituales, solapados bajo la liturgia católica, y los indígenas hablan quechua y apenas saben castellano. El descubrimiento de los crímenes servirá para esclarecer la compleja figura del fiscal. Aparece un subterráneo culto a la muerte, así como a la tortura, que contrapunteará la acción con el desarrollo de la Semana Santa.
Roncangliolo mantiene siempre el suspense y el terror. Los cadáveres tienen algún miembro amputado, han sido quemados con ácido, martirizados. Es aquí donde lo terrorífico invade lo policial, sin abandonar el sustrato político que constituye uno de los propósitos de la novela. El relato sigue una línea progresiva, como el protagonista, quien irá transformándose desde la ingenuidad inicial hasta la sutileza última de sus observaciones y su desaparición final, de la que dará cuenta Carlos Martín Elespuru, agente del servicio nacional de inteligencia, cómo no, en un informe protocolario.
Pero Chacaltana Saldívar, convertido en investigador, desvela la corrupción política en el lejano Yawarmago, donde los escasos policías han de preparar una farsa electoral. Entrará en contacto con militares y el comandante Carrión, de hecho, se convertirá en el protagonista en la sombra de la novela, acompañado de Martín Elespuru que actúa sin apenas estar presente. Nada falta para conjugar el clima del conjunto: el desprecio hacia los "cholos", la consideración de que los alrededores de Ayacucho son "el infierno", el descubrimiento de una fosa con restos humanos, las torturas, los desaparecidos, el capitán Pacheco, el sanguinario teniente Cáceres Salazar, el papel de Justino Mayta y de su hermano, el senderista Alonso, internado en un penal y condenado a cadena perpetua, aunque aparecerá huido y crucificado, combinado con el atractivo turístico de la Semana Santa peruana, comparable a la de Sevilla.
Los objetivos del narrador se cumplen: combinar el folklore y la mítica con una violencia casi ancestral, desentrañar la esencia de los problemas de un complejo Perú a través del "ingenuo" fiscal, que se adentrará y justificará las actuaciones de las fuerzas represivas. El útil esquema policial resulta excesivamente fácil, dada la complejidad de la novela y su voluntaria irradiación. Roncagliolo nos abruma con un, tal vez, exagerado baño de sangre, un desfile de horrores que impresionarán al lector, como aquellas "Galerías" criminalísticas del siglo XIX o nuestros romances de ciego, de atrocidades no menos turbadoras. La violencia acaba pecando por exceso.