Novela

La gran marcha

E. l. Doctorow

15 junio, 2006 02:00

E. l. Doctorow. Foto: Archivo

Trad, I. Ferrer y C. Milla. Rocaeditorial, 2006. 379 págs. 18 e.

Homogeneidad y heterogeneidad se conjugan perfectamente en el corpus literario de Doctorow. Cada título es radicalmente distinto al anterior en temática, estructura, e incluso estilo; al mismo tiempo, su narrativa parece seguir unas pautas claramente definidas para novelar la historia de los Estados Unidos, en un singular intento por escudriñar los recónditos rincones que forjaron la realidad que hoy es esa gran nación. Su popular Ragtime recreaba la opulenta sociedad de los Morgan, Ford y Goldman a comienzos del siglo XX de igual forma que Waterworks se enraizaba en los bajos fondos neoyorkinos de la Depresión; en El libro de Daniel era la guerra fría y los secretos nucleares, y La ciudad de Dios se articula en torno a la religión.

Y ahora es la Guerra de Secesión, o mejor dicho, los últimos días de la guerra, cuando el general William T. Sherman marchó con una columna de más de sesenta mil hombres por los Estados de Georgia y las Carolinas en lo que "era la gran procesión de los ejércitos de la Unión, pero sin más sustancia que un ejército de fantasmas" (pág. 18) aunque más adelante se nos previene de lo que encontraremos, pues "eso no era un ejército, era una plaga" (pág. 35). En poco menos de cuatrocientas páginas se le ofrece al lector un amplio repertorio de las atrocidades y horrores que puede llegar a cometer el ser humano en una situación tan extrema como la guerra, para finalmente llegar a la conclusión, cuando se firma la paz, de que "la guerra se redujo a palabras. Se disputaba con frases. Trincheras y asaltos, redobles de tambor y toques de clarín, marchas, emboscadas, incendios y batallas campales se metarfosearon en sustantivos y verbos" (pág. 363).

No faltará a la verdad quien califique esta novela de coral, pues en ella aparece una pléyade de variopintos personajes, desde el joven irlandés Stephen Walsh hasta los pícaros desertores Arly Wilcox y su amigo Will, pasando por un periodista británico, un médico alemán, la típica dama sureña, el militar mujeriego, un fotógrafo con vocación artística... Pero entre todos ellos dos brillan con luz propia: el propio general Sherman, en su intento de ofrecer a Lincoln la ciudad de Savannah como regalo de Navidad, encontrando de esa forma "una concepción utilitaria de la muerte" (pág. 101) al entender que "guerrear en el campo de batalla era algo puro, con un claro propósito, una forma" (pág. 129), y la joven Pearl, una negra manumisa que se debate entre su alma negra y su piel blanca. Como la Pearl de La letra escarlata, también ella fue el fruto de una relación adúltera entre el amo blanco y su esclava negra. Pero no ésta la única evocación literaria; recuerdos de Lo que el viento se llevó o La roja insignia del valor nos acompañan a lo largo y ancho de la lectura.

Las diferentes visiones y percepciones de la guerra que nos proporcionan el general Sherman y Pearl resultan especialmente atractivas. Para el primero la guerra es al mismo tiempo fin y medio "que arrancaría la inmortalidad a esta guerra asesina que estoy librando. Viviría eternamente de generación en generación." (pág. 102). Para la joven, en cambio, el reto es personal, hasta llegar a entender su dualidad dotándola de una fuerza interna superior a la de los propios soldados personalizados en su pretendiente Stephen, quien deberá asumir que "podría llegar a darle algún día un niño de alquitrán." (pág. 280). Esta es únicamente una de las numerosas delicias que nos guarda esta sobrecogedora novela.