La lámpara
Clarice Lispector
9 noviembre, 2006 01:00Traducción de Elena Losada. Siruela. Madrid, 2006. 267 páginas, 19’90 euros
El que Lispector realizara, en el transcurso de sus estudios de derecho, un trabajo sobre los fundamentos del derecho de castigar ha proyectado sobre ella la suposición con poco fundamento de que su narrativa participa de ciertos rasgos atribuibles a la novela detectivesca o criminal. Lo que sí es cierto es que en su obra menudean alusiones al sentimiento de una falta irremisible, de una especie de pecado original que acompaña a algunos de sus personajes hasta la expiación. En La lámpara tal circunstancia de partida podría corresponder a los amores infantiles entre Virginia y su hermano Daniel, que nunca se sustancian en ninguna evidencia concreta, pero que impregnan el discurso íntimo de la vida de la protagonista. En La lámpara los acontecimientos externos no se narran, sino que se dejan traslucir en ese torrente de impresiones, sueños y recuerdos que tienen sobre todo su centro en Virginia: su infancia junto a Daniel y su hermana Esmeralda en la Granja Quieta de Brejo Alto, la marcha de la pareja protagonista a la ciudad, la boda de Daniel con Rute, el desamparo de Virginia y sus amoríos con Vicente, el regreso a la casa familiar cuando la muerte de la abuela y la marcha definitiva porque “el lugar donde se ha sido feliz es el lugar donde no se puede vivir” (pág. 257).
Muy pronto, críticos avisados recordaron, a propósito de Lispector, a Joyce y, sobre todo, a Virginia Wolf cuando la autora de La ciudad sitiada no los había leído. Esa sumisión del mundo al yo que aquellos escritores abordaron en inglés y el recurso común a lo que el irlandés llamaba “epifanías” se encuentran por doquier en Lispector. Precisamente cuando Virginia abandona la casa familiar para volver a la ciudad donde le espera una muerte que tiene mucho de sacrificial, visualizando en el tren que la lleva la “lámpara de lágrimas” que había iluminado parte de su infancia, la invade “la impresión de que ella al final había vivido, incluso intacta por los acontecimientos, de que había tenido algún instante lleno de sentido” (pág. 260).
Pero la novelista brasileña no se inclina hacia las técnicas más radicales de la interiorización narrativa, el monólogo interior o el stream of consciousness, sino que mantiene un discurso en tercera persona focalizado sin embargo desde la perspectiva del personaje elegido en cada caso, que casi siempre es Virginia pero lo pueden ser otros, tanto masculinos -su amante Vicente- como femeninos, por ejemplo Esmeralda, cuya frustración de mujer sometida de por vida a la férula familiar da motivo a páginas admirables. Lo son también las que diseccionan sentimentalmente esa convivencia en familia, balsámica y terrible a la vez. Y ese predominio constante de la perspectiva interior no impide que Lispector se muestre aquí, pese a su condición de novelista en ciernes, maestra en los diálogos, que en varias ocasiones lo son de Virginia con niños, o en la impecable resolución de auténticas “escenas”, como la de su fallida velada con el portero de su casa o la dramática del final.
Clarice y el cigarrillo
La madrugada del 14 de septiembre de 1966 Clarice Lispector se quedó dormida con un cigarrilo encendido. Cuando se despertó, las llamas devoraban su apartamento y parte de su cuerpo. La autora de La pasión de G.H. se sobrepuso al incidente pero las cicatrices que se grabaron en su cuerpo no dieron tregua al olvido, y Lispector se sumió en una depresión que no logró vencer. La mano derecha, con la que escribía, quedó irreversiblemente dañada. Casi tuvo que ser amputada, y jamás recuperó la movilidad. Murió en Rio de Janeiro el 9 de diciembre de 1977, de un cáncer de ovarios.